En el cuadro de Dalí titulado El nacimiento de los deseos líquidos, de 1932, aparece un hombre que al hacer un movimiento para esquivar el acoso de una mujer –la pintura es muy cinética– queda aplastado por un pecho femenino.
Y reía Jennifer Nicole Lee mostrándome esa lámina en su despacho del gimnasio del ateneo del zoológico de los surrealistas –venía la bella de golpear el saco.
–Joan Riviere –dijo Jennifer– escribió en su obra Deseo de posesión y agresividad que «el niño está celoso de los senos y de la leche de su madre»; que únicamente por compensación tienen los hombres orgullo de sus penes. «La satisfacción y la superioridad que extraen de la posesión del pene –sigue Joan Riviere– pueden ser utilizadas para enmascarar y compensar su deseo de un cuerpo capaz de fabricar y alimentar a un bebé». Según eso, pues, el hombre se vale de su pene como arma contra sus celos con respecto a la mujer.
Ya sin los guantes de boxear, me hizo una seña para que la siguiera. No quiero perder las formas, pero he de aludir a las excelencias del culo de la gran maestra gringa del fitness: Difícil me resultaba seguirla sin mirarle embebecido tan almas nalgas.
Me condujo hasta donde varios y notorios surrealistas se recreaban jugando a pídola como seminaristas buñuelianos, concomidos y urgentes.
–Bah, ursulinas –dijo Jennifer como un sargento, pero, corrigiéndose, prosiguió en tono profesional–: Así, pues, si admitimos que el arte es un medio privilegiado para violar incluso las leyes físicas, convendremos en que la mirada del artista será de ojos como el desagüe de un bidet. Lo malo de todos ellos –concluyó señalando a los que jugaban a pídola– es que, de tan líricos, pueden acabar en palanganeros.
–¿Realmente lo cree así? –dije por decir, cegado aún por el muy almo culo de la reina gringa del fitness, aunque mirándole a los ojos pues me encaraba ella entonces como para un dribling de fútbol.
Señaló a Louis Aragon.
Según ella, en Los ojos de Elsa, no vino a escribir el mono cosas distintas de las que dedicaba a Stalin en los mítines del PCF: «Le sueño un vestido de nubes hiladas. Y volveré a los ángeles celosos de sus alas, y a las golondrinas, celosas de sus joyas».
–Esta gente –dijo Jennifer sonriendo ahora como Richard Widmark en El beso de la muerte–, con tal de juntar letras… Y mire a ese otro, André Breton, del que contaba la gran Joyce Mansour que pegaba gatillazos; oiga lo que dice el jambo: «La barca que perseguía a la Eva nueva, no regresó jamás. Se la quiso etérea y terminó por desaparecer en la atmósfera». Mamacallos… No supo Breton, pues no quiso saberlo, que Eva, putona ella, anda por ahí con la serpiente, posando para una revista pornográfica…. Por cierto –me dijo Jennifer–, hay una edición reciente y magnífica de Islas flotantes, de Joyce Mansour, traducida por Antonio Ansón, poeta, ensayista, narrador y profesor de la Universidad de Zaragoza, un hombre de letras insólito, por consistente y brillante, en esa España de ustedes, tan chafardera y solanesca… Ya ve –y se echó a reír Jennifer– que no sólo soy una chica con buen culo, ¿vale?
Me asomé un rato, después, a ver cómo la reina gringa del fitness entrenaba a los monos surrealistas. Querían contratarlos en un circo cultural de los veranos de no sé qué villa. Esperanza Aguirre y Albert Boadella apadrinarían los engendros escénicos, pura paralimpiada intelectual.
Tuve, ya en el hotel, la mala ocurrencia de leer a Aragon, en El campesino de París, eso que dice: «Conocí a un hombre que amaba a las esponjas. Había algunas a las que lamía. A otras, no osaba tocarlas, eran las reinas. Con las demás, simplemente copulaba».
Ni la foto dedicada de Jennifer Nicole Lee me abstrajo de la tristeza.
José Luis Moreno-Ruiz