miércoles, octubre 2, 2024
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La mística de la fabada con almejas

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A veces uno se detiene en pensar cómo serían determinadas narraciones sin el repetido recurso a la evocación detallada de platos, guisos, postres e incluso bebidas. Los autores de esas historias se recrean describiendo con todo lujo de detalles todas y cada una de las fases necesarias para su elaboración. Es más, muchos se detienen incluso, alardeando de una especie de preciosismo puntillista que termina con la paciencia del hasta más benévolo de los lectores, en todos y cada uno de los pasos necesarios para obtener los ingredientes, de tal manera que el lector llega a tener la impresión de estar viendo un programa de cocina de esos que hoy en día tanto abundan en las televisiones.

Es evidente que existe una relación fundamental entre literatura y gastronomía. De hecho, uno cree que la gastronomía, al menos tal y como la entendemos hoy en día, tiene un carácter eminentemente literario, en el sentido de que es resultado de algunas de las historias que entre todos compartimos. Sin embargo, uno ya no está tan seguro de que la literatura, por esa misma regla de tres, haya también de ser gastronómica.

Dos buenos ejemplos, en los que la gastronomía desempeña un papel fundamental, son las obras del catalán Vázquez Montalbán y de su fiel discípulo siciliano Andrea Camilleri. En ambos casos, los personajes de Carvalho y de Montalbano serían muy diferentes sin el recurso constante a lo gastronómico, tanto que seguramente no tendrían el mismo interés para el lector.     

Los personajes de Carvalho y de Montalbano serían muy diferentes sin el recurso constante a lo gastronómico

Tal vez, esto sea así porque, en definitiva, conviene no alejarse demasiado de lo cotidiano. Al ver que en el menú del restaurante de la esquina hoy proponen lentejas, casi todos los hambrientos recordarán la historia de la primogenitura de Esaú. De la misma manera, algunos de los que hayan desayunado madalenas, podrían muy bien haber aprovechado para recuperar el tiempo perdido. Lo que uno ya no tiene tan claro es cuáles pueden ser las evocaciones literarias del que descubre, ahora que pronto empezarán los calores en esa antítesis asturiana que es Madrid, la mejor fabada con almejas que imaginarse pueda. No se sorprenda el lector. Sepa que en la capital de España se encuentran dos fabadas memorables, que de puro épicas habrían hecho saltar las lágrimas no ya a Carvalho y Montalbano, sino también a sus respectivos autores.

La primera, que muchos lectores conocerán desde hace tiempo, es la que preparan con maestría en La Copita Asturiana, local típico donde los haya, en la calle Tabernillas. Se trata de una perfecta fabada con almejas, aunque también rigurosamente seria, sin concesiones ni fantasías innecesarias. La segunda es la que sirve El Tulipán, restaurante difícil de clasificar y que desde que uno tiene uso de razón recuerda siempre lleno, justo enfrente del colegio Calasancio que fuera la triste cárcel de Porlier. Esta fabada es una oda al barroco, en la que todos los excesos, incluyendo la langosta y los carabineros, parecen no sólo posibles sino sobre todo necesarios. Y es ahí justamente donde uno cree que se difuminan para siempre los límites de lo literario y lo gastronómico, entendiendo por fin que Esaú renunciase a la herencia paterna y que el bueno de Marcel se contentase con mojar su madalena en  una taza de té.

Ignacio Vázquez Moliní

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