El Fiscal General del Estado, Torres Dulce, ponía el dedo en una vieja llaga ante la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados. Y removió la herida de falta de medios y escasez de instrumentos legislativos adecuados para la lucha contra las malas prácticas de la clase política, no sólo en lo que respecta a los temas de corrupción. Esto, que es ya un escándalo de proporciones inadmisibles en la España de hoy, no deja de ser la punta del iceberg más llamativo de un poder judicial anquilosado, incomprensible para la mayoría, lento hasta la desesperación, ahora con unas tasas disuasorias, politizado hasta decir basta y completamente alejado y extraño al común sentir de la sociedad que lo padece y que ya no confía. Es muy triste decirlo pero es demasiado importante para callarlo. Lo malo es que tras esta denuncia de Torres Dulce solo le quedan dos salidas para el Fiscal: o irse de ese sistema que critica con tantísima razón o provocar un cambio radical en el mismo. Ninguna de las dos cosas va a pasar.
Pero sería absolutamente injusto imputar a jueces y fiscales todo este desastre; el problema de base está en la supeditación de la Justicia a los partidos, que la han absorbido, y en una legislación que es necesario poner al día cambiando lo que haya que cambiar porque hasta ahora solo se han puesto parches a unas leyes decimonónicas.
No se entiende que un violador confeso pueda vivir en la casa de enfrente de su víctima
El Fiscal General ha puesto un énfasis especial en lo que hoy -como he dicho- es ya un escándalo nacional, una vergüenza y el fracaso de una casta política que se ha creído que estaba por encima de la Ley. Pero de eso ya hemos hablado bastante y lo que aún nos queda. Porque lo que tampoco entiende el ciudadano es lo que sucede día tras día en los juzgados y apenas sale en los medios: no se entiende que se ponga en libertad a un detenido decenas y decenas de veces sabiendo que va a volver a delinquir; no se entiende que un violador confeso pueda vivir en la casa de enfrente de su víctima; no se entiende en muchísimos casos -y ya sé que un cierto sector me va a linchar por esto- en denuncias por presunto maltrato doméstico exista una Ley que vulnera algo tan sagrado como la presunción de inocencia para el varón; ni se entienden muchos permisos carcelarios, ni muchos indultos, ni tantas prescripciones de delitos, ni que, a excepción de en los procedimientos penales, en los demás -y esto ya es una anécdota- el demandante no pueda decir ni esta boca es mía. No se entiende que a un ciudadano, cualquier abogado con criterio le recomiende no meterse en pleitos porque le cuesta más la tasa que la pretensión que reclama y porque la resolución la verán sus hijos. No se entiende que después de un calvario de recursos y habiendo recaído sentencia firme, haya que interponer nueva demanda para exigir que esa sentencia se cumpla. No se entienden tantas cosas, que ya son demasiadas, como para poder confiar en las Leyes y la Justicia, ese último asidero que nos debería quedar a todos.
Y si no se entienden tantas cosas pequeñas, pero absolutamente trascendentales en la vida cotidiana de una persona anónima, cómo no vamos a escandalizarnos de que los grandes juicios de corrupción duren años y años, la mitad de los delitos prescriban y nadie devuelva nunca el dinero que se robó o, que lo que todos sabemos que es un tormenta, quede al final en un vasito de agua. Dice el Fiscal General que todas estas cosas influyen en el comportamiento del ciudadano. Y tiene razón: reconozco que cada vez que pagamos el IVA, por ejemplo, nos comen los diablos por dentro.
Andrés Aberasturi