lunes, noviembre 25, 2024
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Belén Mozo, con Timothy Leary y Jerry García, bajo el sol de California

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Era que andaba yo pasando unos días en Los Ángeles, cuando fui a pasear por el campo de golf de la University of Southern California, centro privado muy chorra. Sabía que por allí andaba Timothy Leary, en su reencarnación homínida, y dedicado al trapicheo de LSD y substancias dopantes entre los machos deportistas anabolizados –y que lo hacía además en la compañía de otro gran mono, Jerry García– cual si un atleta español fuese.

Era una mañana dulce, como de uvas doradas en el color del aire.

Sucedió que, con un vistazo a su tee box, quedé sorprendido ante una espléndida moza apellidada Mozo, gaditana ejerciente como golfista en el equipo de la University of Suthern California.

Jerry García, a la sombra de un árbol, tañía en la guitarra las notas de su memorable versión del clásico irlandés Whisky in The Jar, y Tim Leary servía a la moza Mozo como caddie, entregada ella a un entrenamiento fuerte, acompasado, como muy sensual en sus giros de cadera y en esa manera de echarse el palo al hombro, tras golpear la bola –perdonando la manera de señalar, pues en inglés al palo de golf se le llama club, como así va y se le dice igualmente al pene, cual nosotros en ocasiones lo designamos como palo.

–Ah, sinvergüenza –dije a Timothy Leary al verlo–. Ya he dado contigo.

–¿Quién es usted y qué hace aquí? –intervino rauda Belén Mozo, amenazándome con su palo, con perdón.

Se lo conté rápidamente.

Más o menos, que el bueno de Albert Hofmann, descubridor del LSD, me había encargado investigar hasta qué punto artistas –o así– como Tim Leary y Jerry García comprobaban en los creadores del presente los efectos que el cornezuelo de centeno causara en Santa Teresa de Jesús y en San Juan de la Cruz.

–Es que –dije–, estos dos señores, y señalé con mi cigarrillo a Timothy Leary y a Jerry García, nunca han rendido informes al Doctor Hofmann, y, por el contrario, se dedican, el uno, a escribir cosas tontorronas para consumo de los Beatles y otros así, y a trapicheos varios, y el otro, ese de la guitarra, quien, por cierto, es nieto de un malagueño que viniera a Hollywood para trabajar como electricista, y aquí arraigó, pues ese de la guitarra, nada; que tampoco ha rendido un solo informe para el estudio comparado que pretende el Doctor Hofmann, aunque, eso sí, nunca ha dejado de componer buenas canciones para Grateful Dead.

–¡Tú, maricón! –se dirigió entonces Belén Mozo a Jerry García, tirando lejos de sí el palo de golf y poniéndose en jarras–. ¿Cómo no me has dicho que tu abuelo era andaluz, como yo?

–Yo siempre lo creí mexicano –replicó Jerry García, sin mirarnos, canturreando ahora.

Bien. No sin la ayuda de la bella Belén Mozo, logré que aquellos dos monicacos ingresaran en el laboratorio de la Universidad, bajo custodia científica, y que convenientemente encerrados en un gabinete como el pintado por Remedios Varo en La creación de los pájaros, sin permiso para salir hasta que concluyeran su tarea, se pusieran a escribir lo que el Doctor Hofmann les había pedido.

Leary refirió entonces –Hofmann reiría mucho con eso– que tras probar por primera vez el ácido, Allen Ginsberg dio en llamar por teléfono a todo quisque para proclamar que era Dios. Un magnífico pedo místico.

Por lo demás, nada… Sólo decir que la bella Belén Mozo, gozosa paseante en verde césped húmedo, dorada su presencia aherrojada de la brisa como del color de las uvas del champán, tarzanita fúlgida, solejada en la dura rama de los árboles que le ofrecen lecho indomeñable, me inspiró con su mera presencia luminosa el manejo poético y muy flamenco del palo, cosa en la que soy ahora muy diestro. Perdonando la manera de señalar.

Ya llevo escritas no sé cuántas alegrías de Cádiz. 

José Luis Moreno-Ruiz

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