La actualidad española está dando mucho de sí. No se me escapa la bronca entre las «sorayas», ni los ya habituales encuentros y desencuentros entre Aznar y el PP, o al revés. Me suscita curiosidad el ver como para los eventuales candidatos a las primarias del PSOE, la campaña para las europeas va a ser algo así como un «ensayo general» de lo que ha de venir. He puesto atención a las previsiones económicas del Gobierno y a la desazón que ha propiciado la última EPA pero debo reconocer que lo que realmente ha atraído mi atención y, debo confesarlo, mi repugnancia son las crónicas que nos han llegado de Estados Unidos, en concreto de Oklahoma.
Confieso mi admiración por una sociedad como la norteamericana. Como en todas las sociedades, existe la desigualdad, la pobreza y la marginación pero es verdad que ninguna otra sociedad ha sabido integrar a distintas razas, culturas y religiones como la sociedad americana. Además son millones los americanos los que han muerto en defensa de las libertades ajenas sin más botín que los féretros de los caídos.
Vaya esto por delante para dejar constancia de que ninguna de las maneras comulgo con la militancia anti-yanqui, pero si querer a alguien significa querer también sus defectos, admirar a un país no significa ceguera. Y es que es muy difícil permanecer ciego, sordo y mudo ante lo ocurrido en Oklahoma en donde se ha llevado a cabo una ejecución que pone los pelos de punta.
El método elegido fue el de la inyección letal que no es sino un cocktail de fármacos que, en teoría, conducen a la muerte sin dolor. Desde hace ya algunos años las empresas farmacéuticas se han negado a proveer del anestésico que evita el sufrimiento. Si esta primera inyección falla, el dolor, según los expertos, resulta insoportable.
Ante la falta del anestésico en cuestión, los estados en los que está vigente la pena de muerte, se las arreglan con fármacos semejantes que no garantizan que el reo muera sin dolor. Y esto fue lo que ocurrió el pasado martes en Oklahoma. El condenado estuvo en agonía casi tres cuartos de hora. Para que ni su familia, ni la familia de su víctima, ni abogados asistieran al terrible espectáculo, se corrieron las cortinas.
Mejor no ver. Desde la Casa Blanca, el Presidente Obama habló de «inhumanidad» en la ejecución de la pena pero ¿por qué no hizo un contundente alegato contra la pena de muerte?. Estados Unidos es el único país del mundo occidental en donde sigue vigente la pena capital. Es verdad que cada vez son menos los estados que la tienen en su normativa, pero ahí está pese a estar más que demostrado que su vigencia no supone un retroceso de los delitos.
La horripilante ejecución de Oklahoma va a ayudar, con seguridad, a que la pena de muerte sea cada vez peor vista por la sociedad americana, pero llevará tiempo. De momento, el debate no es pena de muerte sí o no; el debate es que puesto que no hay anestésicos garantizados, lo apropiado es volver a la silla eléctrica.
El ejecutado era un cruel asesino, pero su ejecución no ha devuelto la vida a su víctima, ni va a evitar que otros hagan lo que él hizo, ni va a hacer de este mundo un lugar más habitable. ¿Cómo es posible que el país que más premios Nobel ha dado al mundo, que más invierte en investigación para evitar y curar enfermedades y que ha hecho de la estatua de La Libertad su seña de identidad no ponga pies en pared para erradicar esta forma de impartir justicia?.
Leídas todas las crónicas a mi alcance concluyo que España, con sus defectos, sus carencias y sus injusticias, que las hay, es un gran país.
Charo Zarzalejos