domingo, noviembre 10, 2024
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La maté porque era mía

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Del estallido de Múnich llegaron los 10 primeros minutos que disputó el Madrid contra el Valencia. Una suerte de contraataque continuo, con el cielo surcado de líneas de pase, Karim en su lugar intermedio entre el campo y el mar, y los dos de arriba, depredadores que silban al correr, abalanzándose sobre un par de balones que no fueron gol porque se movió la foto en el instante definitivo. Pero el Valencia cazaba al rececho. Había oído las noticias, como todos. Sabía de la ansiedad del Madrid por echarse encima de la liga que el Atleti no acaba de desposar. El balón le caía a Parejo, que es un falso lento que juega con las emociones ajenas, y éste, descubría alguna vía libre en la defensa madridista. Normalmente por la izquierda, donde Marcelo bajaba saltando a la comba y miraba con curiosidad lo que los adultos hacían con la pelota. Así llegó un centro por su lado y al remate, Parejo, acabó la jugada que había comenzado momentos antes. Diego López empujó la bola al travesaño y el tiempo empezó a correr contra el Madrid.

Del fútbol vertical, se pasó al fútbol enmarañado, una vieja especialidad madridista, que antaño le proveía de goles sucios ejecutados normalmente por algún canterano redentor, pero ahora consigue sumir en depresión a un equipo hecho para la geometría implacable. Karim desertó del partido y empezamos a preguntarnos dónde estaba Modric. La franja donde se sueldan las jugadas estaba deshabitada, y sólo Isco remaba hacia arriba e intentaba juntar los trozos, como si fuera un activista por el diálogo, o algo así, pero no acudía la magia a su cintura, ni la gracia al empeine, ni dejaba volar la imaginación. Y se fue cansando, hasta quedar su ímpetu en un simple vagar con la pelota en los pies. De vez en cuando llegaba Marcelo por la espalda de Isco, y parecía que iba a pasar algo, como cuando en las películas románticas hay un crescendo y las miradas se ponen graves; pero no, centraba con una rosca idéntica a aquella con la que Ramos nos martirizó durante un lustro. La pelota se estrellaba en alguno de los obstáculos del parque y la jugada se iba por el desagüe al limbo de las ocasiones perdidas.

Al final, el centro del campo era Xabi, tan denso como siempre, que contrasta con lo inocuo del fútbol de Illarra que no encuentra autenticidad en sus gestos desde su día triste en Dortmund. Hay un córner cualquiera del Valencia y la pelota sobrevuela el misterio del área hasta caer en la cabeza más gorda de todas: la de Mathieu, muy quieto a un palmo del portero, y quizás esa fue la cuestión de porqué nadie lo vio. Si a Casillas le gusta jugar con el miedo en la raya del portero; lo de Diego López es erotismo en las profundidades de la cueva. Quizás espere a que los delanteros rivales le den un ramo de flores por haber nacido en Lugo. Pero por el balón no sale. Ni él, ni Varane, un portento inconcluso, que se vence ante los jugadores con osamenta de mujerona. De repente parece un niño, y su silencio es tibieza, y su pulcritud, ingenuidad. Vamos, que fue gol, al filo del descanso, e inmeditamente contestado por una jugada fugaz de Cristiano, que sorteó a quien se le tiró encima como en un pinball, hasta que fue a dar contra Alves, el portero que reacciona justo antes de que al delantero se le ilumine la mirada.

Di María sustituyó a Illarra en la 2º parte y durante 15 minutos el Madrid se encendió de una forma atolondrada pero eficaz. Hubo ocasiones de las antiguas. Con centros, y rebotes, y disparos mordidos desde el pico del área. Aunque nadie reparaba ya en el Valencia, lo cierto es que Parejo estaba descosiendo a la defensa Real, con una modalidad muy suya: la contra imperceptible, lenta, pero que hiere. Diego López hizo un par de paradas para redimirse ante el Bernabéu y llegó lo que parecía el punto de inflexión del partido: El gol de Ramos. Una falta botada por Di María; Cristiano que cabecea hacia el área pequeña, y Ramos que irrumpe en los salones del portero con su fuerza irremediable. El Madrid, entonces, lo tuvo de cara, pero no tenía fuerza y el espíritu le había abandonado. Estaba Cristiano allá arriba, arreando patadones a cualquier objeto que se encontrase; andaba Bale muy cuco por su banda haciendo como si hacía; Karim de cañitas por La Latina; Marcelo apareciendo en la foto de los goles del Valencia en lugares inverosímiles para un lateral; y Parejo, que dominó los vientos en el césped, como exmadridista conocedor de todos los secretos. El caso es que en la jugada siguiente, hay un Valencianista que centra hacia atrás desde la banda del señorito y la pelota cruza el área con todo los jugadores del Madrid mirándola espantada. Llega desde lejos Parejo, y es gol, el de toda la vida, balón cruzado al portero que nada puede hacer o eso dijeron en la tele.

Como después de cada gol en contra, hay una jugada excepcional de Cristiano y Alves que la para con la porra extensible. Pero nadie se viene arriba. El ataque del Madrid es un mundo deshilvanado de centros aleatorios, por si Raúl apareciera en un bucle espacio-tiempral, y lograra rebañar los restos de la jugada para su colección de goles horripilantes. Salta Morata al campo, y eso siempre son malas noticias. En una de esas, se quita la camisa de fuerza y avanza hacia el área sacándose un disparo que se va fuera por poco. Estaba Cristiano desmarcado y le echa una bronca monumental, pero Morata se encoge los hombros y eso es signo de que se cree el hijo predilecto

Está la falta de Cristiano de todos los partidos, que se la ponen al borde del final para que el estadio levite unos segundos, pero nada; Alves se interpone entre la bala y la primera dama, de forma suicida, y no es gol. Pero Morata ya había conectado al estadio y había electricidad, drama y el típico recular de los contrarios del Madrid, cuando sienten los golpes fuertes en la puerta. Fue en esos últimos minutos cuando Di María se disparó en todas direcciones, y logró conectar un centro sinuoso que quedó en suspenso en el centro del área. Hubo un estallido allí donde estaba Cristiano y el balón entró disparado en la portería del Valencia. Vimos en la repetición, al portugués sacudiéndole una coz hacia atrás a un enemigo invisible y a Ramos corriendo hacia el centro del campo con el balón, para obligar a los contrarios a tirarse desde los acantilados. Apenas quedaba tiempo y Parejo, protagonista hasta el final, fingió morir de tos o de amor, el caso es que cayó redondo. Luego un valencianista anduvo lento, como si se saliera de un paisaje de Azorín, hasta la raya del final del campo, y dejó el tiempo en un minuto justo hasta el cierre de la función. Quedaba una, y sería para Morata.

Falló, por supuesto, que Morata es un antihéroe, al que la redención de pena le llegará por el trabajo. Quedan dos jornadas con una subtrama delictiva, y todos haciendo cálculos infinitesimales sobre la posibilidad de lo inesperado, que en un juego; es lo real.

Pase lo que pase, este año, perdió el fútbol. Y eso, es maravilloso.
 

MADRID, 2 – VALENCIA, 2

Real Madrid: Diego López; Carvajal, Varane, Sergio Ramos, Marcelo; Illarramendi (Di María, m. 46), Xabi Alonso, Isco (Casemiro, m. 70); Bale, Benzema (Morata, m. 83) y Cristiano. No utilizados: Casillas; Nacho, Coentrão y Khedira.

Valencia: Diego Alves; Joao Pererira, Ricardo Costa, Mathieu, Bernat; Javi Fuego, Keita; Feghouli, Parejo (Rubén Vezo, m. 88), Vargas (Barragán, m. 94); y Alcácer (Jonas, m. 66). No utilizados: Guaita; Vinícius, Míchel y Fede.

Goles: 0-1. M. 43. Mathieu.1-1. M. 59. Sergio Ramos. 1-2. M. 65. Parejo. 2-2. M. 92. Cristiano.

Árbitro: Clos Gómez. Amonestó a Di María, Keita, Diego Alves y Feghouli.

Unos 75.000 espectadores en el Bernabéu.

Ángel del Riego

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