domingo, noviembre 24, 2024
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En la ciudad blanca

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El fútbol como parodia y representación de la batalla es el último reducto del patriarcado en el mundo occidental. Hombres venidos de cualquier parte, que se miden entre ellos y le dan forma y estructura al caos mediante el juego. Dicen que es un deporte, y están equivocados. Se parte de una especie de rivalidad original, intuida, que se abate sobre  el mapa mundial de la futbolería, que es como decir sobre el mundo entero, con la excepción de los gringos, incapaces de interpretar los símbolos que laten bajo la superficie del juego. En España esa dialéctica está cosida al forro de la nación. Es motor y reverso oscuro. Vendrá del Catolicismo y su dicotomía de luz y sombra y su verdad única y su blasfemia asociada, o quien sabe de dónde, pero el caso es que no hay país donde la dualidad asociada al fútbol haya calado mas hondo. Cuando rueda la pelota, somos felizmente cainitas, y damos rienda suelta al odio al aversario, que siempre significa algo más que un simple equipo de fútbol. 

Ole, ole, ole, cornudo Simeone.

El equipo del pueblo, el de la clase trabajadora, el pupas, un sentimiento que no se puede expresar, el cholismo, un conjunto de creyentes, la fé, este año es rojiblanco, tienen más mérito, la felicidad del pobre, la revancha de los vencidos, están mejor construidos, son como nosotros gente de la calle. Ni siquiera esta sarta de adjetivos y frases hechas han podido con lo que es el Atlético de Madrid: un formidable equipo de fútbol. Han ido pasando todas las pantallas hasta llegar al borde del precipicio: Una final de Champions. Y no se despeñaron en ningún momento, convirtieron el partido en una lucha cuerpo a cuerpo, hasta que  Marcelo e Isco saltaron por la puerta grande e inclinaron el campo de forma irresistible. Lo que pasó después no fue un destino negro, sino la lógica del juego cuando al otro lado hay un océano que nunca ceja.

Hemos venido a ganar, que se enteren los vikingos, quien manda en la capital.

El  estadio lisboeta parece una catedral hecha para las corrientes de aire, tantos huecos y tanta luz por todas partes. Las hinchadas se daban calor con sus cánticos. Acompasados y homogéneos los del Atleti, deshilvanados y arrítmicos los del Madrid, representación exacta de cada afición. En el césped una aburrida performance de triangulitos hechos por los niños portugueses en sus clases de pretecnología, que debían simbolizar algo a medio camino entre la paz mundial y el tráfico de armas. Saltaron los jugadores al campo a calentar, y al contacto con los héroes, la puesta en escena se desvaneció entre los rugidos de la gente . Jugaba Diego Costa, tratado con esperma de tigre en algún rincón oscuro de Europa, y no estaba Pepe, ni Xabi, y sí Karim, Khedira y Cristiano. Antes de que la gente se desmayara de puro nerviosismo, comenzó el partido. Todo lo anterior era recuerdo, y la final, un tiempo a estrenar, donde el resto del universo entraba en estado de suspensión. 

El Madrid era como un desplegable que ya hemos visto muchas veces; con Khedira haciendo de Xabi y todos los demás en sus puestos de mediados de año. Di María como falso interior y Modric como auténtico centrocampista sacando al equipo de cualquier hoyo en el que se metiera. Y arriba la BBC, entrecruzándose entre ellos, muy bien sujetados por la defensa del Atleti, pero amenazando con sus nombres, con la zancada que se espera de cada uno, y con el precio, que todo cuenta.

El primer pase de Khedira era el adecuado, pero no tenía veneno, y para los atléticos era fácil desactivarlo. Aún así, había sensación de dominio madridista, y hubo una carrera de Bale partiendo desde muy lejos, que acabó en un tiro errado a las puertas del área. En el minuto 10 a Diego Costa se le pasó el efecto del placebo y sintió el mal en el cuerpo. Se fue y entró Adrián; algo oyeron los atléticos, porque todo cambió. La grada baja del Atleti comenzó a moverse al unísono y su equipo subió dos grados la intensidad. Casillas rifaba el balón desde la portería y ese era el inicio de la película; todo lo demás un gran balón dividido y la desconexión fatal entre los delanteros madridistas y su pobre centro del campo, que sin Xabi era una simulación bien ordenada. Sólo Modric, al que nada le roza, tenía tino para iniciar la jugada y plantarse en el otro campo con ese aleteo inmune a la patada y el camino cegado. Pero Cristiano era la parodia de sí mismo; un animal castrado por el agotamiento de su carrera contra los récords y la obcecación en jugar al límite de la lesión. Karim estaba rígido, con miedo en sus movimientos, temiendo romperse a cada paso y se evaporó entre las dentelladas de la defensa atlética. Sólo Bale era la amenaza y no jugó precisamente bien. Estaba de cara a al pared como al principio de curso y cuando se desataba de su sino, los defensas contrarios le marcaban el camino que siempre acababa en un muro a las puertas de la ocasión.

El Atlético fue subiendo como una marea hasta pisar con frecuencia los contornos del área madridista. Varane no hizo un mal partido, pero está muy lejos de la abrasión que provoca Pepe en 50 metros a su alrededor. Los atléticos, sin Costa, necesitan hilvanar pacientemente sus jugadas en triangulaciones estáticas que parecen estar  cerca de romperse, pero acaban acarreando el balón a los laterales  provocando pequeñas llamaradas; no exactamente peligro, más bien un sobresalto que iba metiendo al partido en el guión que había diseñado Simeone. No estaba Xabi y parte del salón estaba desocupado. Di María perdía el balón con frecuencia en combinaciones improbables con Coentrao y comenzaba el ataque Atlético, que iba eliminando contrarios por la banda izquierda del Madrid de forma lenta pero inexorable. Al final, se encontraba Juanfran casi sólo por las inexistentes ayudas de Di María y la ortopedia de Khedira, al que se le notaba el óxido en cada movimiento. No se sabe como, pero sacaba un centro feo, muy propio de este equipo que se encuentra pleno cuanto más sangre seca contenga la pelota. Hubo varios de esos y muchos córners que iban subiendo el tono furioso del encuentro. En uno cualquiera, pero cargado de malos presagios, Casillas se olvidó de su atávico miedo a salir y fue por una pelota al centro de la melé. No llegó, Varane hizo una cosa rara, el Cholo tiró del césped, varios madridistas cayeron por el suelo y ahí estaba Godín. Altivo como nadie, remató hacia atrás y entró el balón en la portería, muy lento, casi con rencor, de la forma que más daño hace. Un gol del Atlético de Madrid. 

A los aficionados del Real les cayó encima un manto de hielo y los del atleti comenzaron una danza que retumbó en todo Portugal. El Madrid intentó algo así como un arreón, pero seguía aterido por el peso de la final, de la Décima, del miedo al ridículo, de los millones y millones que siempre salen a colación cuando alguien habla de este equipo con intenciones aviesas, de las lesiones mal curadas, de la ausencia de Xabi, y del marcaje que hacían a Modric, único director artístico de la función y cuyo oscurecimiento hacía que el Madrid pareciese un trasatlántico varado a unos metros de la playa. Movido por el oleaje del Atlético, el Madrid estaba tieso en ataque y los centrocampistas -excepto Modric- movían el balón como si llevaran un cargamento de porcelana y temieran que se les cayese. Cualquier error provocaba el silencio de la hinchada y el pavor a que el partido se rompiera en añicos. Ahí fue donde Sergio Ramos decidió sacar el balón y convertirse en un centrocampista más. Por su zona nadie había entrado, pero eso no era suficiente para ganar el partido. Y Ramos, subido a su caballo desde el partido contra el Bayern, no iba a dejar que se le escapase la pieza.

Al Atlético le sobra fé, entramado táctico y confianza para llevar su talento al límite, pero le faltaba Diego Costa y Arda Turán. De su gran momento entre el gol y el minuto 60 de la segunda parte, apenas sacó provecho. Varios centros que provocaron susto, un rechace que Adrián mandó al quinto pino y una mala salida de Casillas, fue todo el peligro que hubo. En ese minuto tan icónico para el fútbol, Anchelotti no esperó más y sacó a los dos comensales que todo el mundo esperaba: Marcelo e Isco. Fue el cambio justo en el momento ideal. Y seguramente, si hubieran estado desde el principio no hubieran provocado esa sacudida al encuentro. Pasó lo mismo que en el 2-2 de la liga. El Real se cosió a los dos funambulistas a los que no es posible quitarles la pelota y volvieron a asomar Modric y Karim, en letargo hasta que el balón le merodeó de nuevo. El campo se inclinó hacia el atlético y los miedos desapacieron cuando el juego salió de debajo de la cama, donde estaba enterrado con los fantasmas, los complejos y toda la presión que este club y su entorno ha ido poniendo sobre los jugadores desde hace una década. 

Isco como sustituto de Khedira, estuvo perfecto en la elaboración y muy serio en cuestiones tácticas imperceptibles al ojo humano, pero que son la diferencia entre el fracaso o la victoria. No tiene el ángel de principio de temporada; dio igual. El desborde lo pusieron Marcelo, Modric y Di María, que entró en combustión en el último cuarto del encuentro y tuvo una prórroga de serpiente y éxtasis que lo redimió de su caótico partido. Ya sólo se jugaba en el campo del Madrid y había una promesa de ocasión cada vez que se hilvanaban tres pases, pero el Atlético seguía igual de fiero y bien plantado, sin fisuras, sin oxígeno entre líneas y con el genio en el último gesto que abortaba el gol en las gargantas de los madridistas.

Más allá de la razón están Ramos y Marcelo. Su única patria, la mar. El fútbol, entendido sin compartimentos estancos; como si se levantara un sol nuevo, detrás de las montañas, y ellos, los jugadores de su estirpe, se abalanzaran cada mediodía sobre él. Si hay rayas en el césped, las pisarán todas. En el día corriente, su enigmática obcecación con una idea superior que quieren plasmar a toda costa, resulta irritante. porque son capaces de desacompasar la trama de pequeñas virtudes en que consiste un equipo. En el día señalado, cuando hay que cazar los títulos, ellos saltan al césped sin asomo de dudas y ponen todas sus capacidades al servicio de la victoria. Y algo más. El genio. Una esquina del talento que tiene algo de sobrenatural. Cuando a esos jugadores se le agota el mecanismo, surge el problema, porque se ha cristalizado el bosque a su alrededor y no se les puede despeñar por el barranco para acabar su leyenda con un coro trágico que les cante. Eso es lo ideal, pero pocas veces se da. Con Di Stéfano, Redondo y  Hierro, fue así, y todavía se habla de aquello. Raúl anduvo con su corazón averiado, lastrando cada proyecto del madrid durante 7 años, hasta que fue evidente que en cada paso arrastraba un armario ropero, y se fue sin gloria pero con dinero. A Ramos y Marcelo les queda mucho para que cese su combustión interna, y son quienes conectan al Madrid con sus muertos. Hablan aquel lenguaje antiguo. Eso hacen.

Cuando el Madrid parecía más cerca del gol, el Atlético volvió a la luz con una de sus morosas transiciones; que engañan, que dañan y que por su falsa lentitud desesperaron al madridista, que veía correr el tiempo entre burlas del Atleti que rozaban la portería. Se entró en los últimos 10 minutos con una sensación extraña en el ambiente. Una sensación del fin del mundo para ambas hinchadas. Los atléticos veían los relojes blandos de Dalí y les parecía que en cada minuto entraba una glaciación. Los madridistas sentían el partido tan lejos y tan cerca, y querían abrazarse al desconocido de al lado; eran de repente manada que se despeña al vacío y quiere morir junto a los otros, aunque eso deshaga su individualidad y se conviertan en lo mismo que sus contrincantes. Isco y Modric le daban al partido un orden que se deshacía por momentos; Marcelo ponía el balón en el punto de no retorno y Ramos aparecía por cualquier parte para centrar y rematar a la vez, cosa que en su caso es perfectamente posible. Pasaba ya el minuto 85 y de repente, toda la parte madridista se preñó de fé. El silencio era la respuesta de los atléticos, paralizados de nuevo ante su destino. Sí se puede, retumbaron los blancos. Hubo un centro de Ramos, y entre Cristiano y Karim dejaron escapar el gol por un suspiro. No era su momento. Carvajal -dueño de la banda durante la segunda parte, instalado en la aristocracia del fútbol desde Múnich- le dejó una pelota extraña a Isco, que representó en un giro la mímica de los artistas y en boca de gol, le mordieron el balón. Otra llegada por banda y una pelota que se pasea por el área ante el pasmo de un estadio al borde del colpaso. El minuto 90 ya había pasado. Todos los madridistas creían en el gol como si sólo con su fuerza, se pudiera materializar. Fue un córner. Aulló el fondo blanco sin un cántico claro, cada uno agarrado a su pasión, que era certeza. Antes de que volara Sergio Ramos, el partido ya estaba ganado.

El mismo salto que en Múnich, limpísimo, venido del origen del Madrid. La pelota picada siempre letal. El gol cuando cae el telón. El héroe que salva a la princesa cuando todo el edificio se derrumba. El caracter intratable; la voz que se rompe y el estadio que se eleva unos metros sobre el nivel del mar.

Cayó la prórroga encima de los jugadores, y pudo haberse ahorrado, porque no había duda de quien iba a llevarse el trofeo. El Atlético siguió unido por su disciplina táctica, buscando el milagro de los penaltys, y luchando contra el crono. Salió Morata por Karim, y el ataque del Madrid se atrofió ligeramente. El canterano se ganó el pan con alguna recuperación puro coraje; pero los jugadores que marcaban el paso eran Di María, silabeando con el balón en los pies, Marcelo vestido del jugador que soñábamos, y Modric, inagotable, encontrando con una tranquilidad pasmosa las líneas de pase necesarias para dañar al rival. En una de esas, Di María se montó en su tobogán y culebreó entre dos defensas con el balón despidiendo un brillo extraño. Irrumpió en el salón del área desatado y largó un zurdazo que con otro portero hubiera sido gol. Pero estaba Courtois y se estiró  ante la muerte, con una parada de balonmano. El balón rebotó en su pie y silbó el aire con un tirabuzón perfecto. Llegaba Bale, acompañando la jugada y se tensó hasta el límite para cabecear a la escuadra el balón, que había dejado una estela por todo el área del Atleti.

Fue un gol que era una certeza. El Madrid había ganado la Champions. Los atléticos bajaron la guardia y asaltaron sin medida el área de Casillas recibiendo una bofetada tras otra. El Madrid fue impío, como debe ser, y golpeó con brutalidad la portería rojiblanca. Un gol magnífico de Marcelo, al que Di María hizo de chambelán guiándolo hasta el interior del área, y una jugada final de Cristiano, al que derribaron haciéndole un penalty que nos devolvió el Ronaldo más arrabalero en la celebración. Músculos y bisutería, porque su partido no fue el mejor posible, y esos eran los minutos flácidos para el disfrute de los blancos y la pena de los atléticos.

El Madrid ya tiene su décima copa y el mundo vestirá de blanco durante una semana. Florentino elevó sus brazos al cielo y con razón, porque el equipo es suyo, casi de autor, y esta victoria lo pone en el sitio de los grandes. Los atléticos salieron al frío lisboeta apenados pero sin un peso dentro. Había pasado lo que todos esperaban y de la manera más dramática posible. Como a ellos les gusta. De alguna forma, todos felices.

Estas alegrías que te da el fútbol no te las regala ni la guerra, chico. Qué cosas.

Ángel del Riego

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