Hace algunas semanas escribía en esta misma columna sobre el mejor café de Roma. Aun a riesgo de resultar pesado, vuelvo ahora a este peliagudo asunto de los cafés al leer que unos intachables científicos han descubierto que su consumo, además de sus variados beneficios, podría resultar también bueno para atrasar la inevitable degeneración celular que conllevan los muchos años de nuestras largas vidas. Además de ese pequeño y cotidiano placer de una taza de café -como diría el sabio Philippe Delerm, autor del libro El primer sorbo de cerveza y otros pequeños placeres-, a más de uno le resultará doblemente conveniente desde ahora seguir con el rito de un buen café al despertar, a media mañana o después de un reposado almuerzo, para llegar a la vejez en pleno uso de sus facultades mentales.
Recuerdo que hace muchos años había un anuncio de una marca italiana que se limitaba a una frase propia de Pero Grullo: Il caffè è un piacere. Si non è buono, che piacere c’è? Esta afirmación, aunque de puro evidente pueda parecer innecesaria, no lo es tanto. El café en Roma suele ser bueno. Uno cree también que es todavía mejor en Lisboa, aceptable en Viena, e incomparable, aromatizado con una pizca de cardamomo, en cualquier barrio de Beirut pero sobre todo en las bulliciosas terrazas de Achrafieh.
El café si no es bueno no es placer alguno
Donde empiezan las dudas sobre la calidad generalizada del café es en lugares como Madrid y Barcelona, donde disfrutar de una buena taza resulta cada vez más difícil. Conviene recordar, además, que no hace tanto tiempo era costumbre en casi toda España servir el café acompañado de un vaso de agua, al igual que siguen haciendo nuestros vecinos lusitanos. Ahora, sin embargo, uno tiene que pedir el agua varias veces al distraído camarero que, casi con total seguridad, intentará colocar en vez del vaso con la del canal de Lozoya, una botellita de agua mineral.
Peor será todavía si el sufrido amante del café se ha decidido a entrar en alguno de esos nuevos establecimientos franquiciados que surgen casi en cada esquina, al igual que en el resto de las ciudades españolas, en la desventurada villa y corte. Da igual que la franquicia sea de origen americano, belga o francés. La taza de café que le sirven resultará una calamidad completa. Es entonces cuando uno se pregunta si no sería mejor para todos que, en lugar de tantos panes integrales, croissants con frutos secos, redes inalámbricas y sillones propios de sala de espera de postín, los propietarios no hicieran el sencillo esfuerzo que mejorase el café servido en sus establecimientos. A todos ellos habría que recordarles una y otra vez hasta que escarmienten del todo que, en efecto, el café si no es bueno no es placer alguno. Harían bien, por tanto, en reconocer sus culpas, dejar de mirarse en esos modelos copiados torpemente de Nueva York, París o Bruselas, hacer propósito de enmienda y no volver nunca más a las andadas en un asunto tan serio como es el de servir, como Dios manda, una buena taza de café.
Ignacio Vázquez Moliní