lunes, noviembre 25, 2024
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La «era de los venenos» y Rachel Carson en el Día del Medio Ambiente

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He celebrado ya, o más bien «celebrado» (porque poco hay que celebrar) muchos días mundiales del «medio» ambiente. Expresión un tanto redundante, ya que medio y ambiente no dejan de ser lo mismo, a no ser que lo de «medio» vaya en el sentido de la mitad del ambiente, como queriendo decir que la otra mitad ya nos la hemos cargado. Aunque me temo que lo que nos hemos llevado por delante es más de la mitad a estas alturas. Y, por cargarse, algunos en España parecen obcecados en cargarse, desde dentro, el propio ecologismo político, que ha salido tan maltrecho en los últimos comicios europeos, en buena medida por haber mezclado lo verde, que mucha más gente habría querido votar, con otros colores ajenos, presentándose una especie de partido marrón, color que no seduce demasiado.

Cada entidad quiere dedicar este día a llamar la atención sobre un tema (algunas veces importante, otras peregrino). Yo, por mi parte, quiero dedicárselo a algo que creo que de verdad lo merece y que, pese a su importancia, está bastante olvidadito, para mal de todos: la crisis de los pesticidas. Y, de paso, porque de bien nacidos es ser agradecidos, a honrar la memoria de una de las grandes figuras de la ecología mundial, que brilló en especial por el tema del que hablo y que está tan olvidada, en buena medida, como el tema mismo. Y así nos va. Hablo de  Rachel Carson, una gran mujer de la que este año se han cumplido, sin pena ni gloria, 50 años de su fallecimiento, y que fue autora de uno de los libros que más influyeron en el surgimiento del moderno ecologismo: Primavera silenciosa.

Este año poca gente se ha acordado de ello en España, aun dentro del ecologismo (que, todo hay que decirlo, salvando a mucha gente seria que hay tiene amplias regiones penosas), a pesar del papel tan importante que Rachel Carson tuvo y en buena medida, por los ecos de su labor, sigue teniendo después de muerta.

Fue el primer aldabonazo importante que se daba en la conciencia occidental acerca del asunto de los pesticidas

Por eso ahora, en este año 2014, cuando se cumplen 50 de su muerte, es bueno recordar a esta figura enorme que, sin ceñirse a nada más que a la preocupación por la ecología, supo causar un gran movimiento social.

Fue en 1962 cuando, tan solo un par de años antes de su muerte, publicó Primavera silenciosa. Una obra que ha sido catalogada como una de las obras literarias más influyentes de la Historia de Estados Unidos.

Su libro tendría un eco que jamás habría sospechado su tímida autora. Y es, sin duda, por la enorme trascendencia de la denuncia que en él se hizo. Fue el primer aldabonazo importante que se daba en la conciencia occidental acerca del asunto de los pesticidas. Un tema que hoy se tiene como si fuese uno de tantos, incluso dentro del movimiento ecologista, ocupado a veces de cuestiones de mucha menor importancia. Olvidando que este asunto, lejos de ser una cosa de tantas, debiera ser, por su alcance, un tema medular.

Es por ello oportuno, en estos tiempos de cierta dispersión en algunos sectores, intentar reivindicar un tema que debiera ser una bandera central de muchas reivindicaciones a través del recuerdo, actualizado, de la obra de Carson.

En una de sus páginas puede leerse: «luego, una rara plaga se extendió sobre el lugar y todo empezó a cambiar. … Hubo una quietud extraña. … Los pocos pájaros que se veían estaban moribundos; temblaban violentamente y no podían volar. Fue una primavera carente de voces. En las mañanas que una vez palpitaron con el matutino coro de las voces de multitudes de pájaros, ahora no había sonido alguno; solamente el silencio cubría los terrenos, los bosques y los pantanos»

Era la Primavera silenciosa. Y ésa rara «plaga» de la que hablaba la bióloga americana, la plaga de los plaguicidas. Las terribles consecuencias de lo que la propia autora definió como el comienzo de la «era de los venenos». Cuando una serie de empresas con la complicidad de las autoridades norteamericanas, empezaron a esparcir sus venenos en millones de hectáreas. Había comenzado la guerra química contra la naturaleza, como nos contaba la científica, en parte, mediante el reciclaje de lo que se había investigado para la guerra química contra las personas.

La era de los pesticidas sintéticos cuyo uso, como con las metástasis de un cáncer, se extendería a lo largo y ancho del planeta, de modo que hoy apenas una ínfima parte de los más de 1400 millones de hectáreas agrícolas del orbe escapa de recibir, en cada uno de sus metros cuadrados, sus dosis anual de venenos: herbicidas, fungicidas, insecticidas,…

Carson llevaba mucho tiempo preocupada por el impacto que podían provocar los venenos que se estaban esparciendo masivamente por los campos de su país. Se dedicó a recabar una ingente cantidad de datos, año tras año, y el resultado sería la publicación de su obra cumbre. Una obra anticipadora que hoy sorprende por su clarividencia y que puede leerse hoy como hace medio siglo, con la misma frescura.

La obra de Carson nos muestra hechos que hoy parecen haberse olvidado, al habérsenos impuesto

Carson, lo tenía claro: «el más alarmante de todos los atentados del hombre contra su circunstancia, es la contaminación del aire, la tierra, los ríos y el mar con peligrosas y hasta letales materias. Esta polución es en su mayor parte irreparable; la cadena de males que inicia, no solo en el mundo que debe soportar la vida, sino en los tejidos vivos, es en su mayor parte irrecuperable. En esta contaminación, ahora universal, del medio ambiente, la química es la siniestra y poco conocida participante de la radiación en el cambio de la verdadera naturaleza del mundo… la naturaleza de su vida”. Más adelante insistirá: “La guerra química nunca se gana y toda vida resulta captada en su violenta contradicción. Parejo con la posibilidad de la extinción de la especie humana por la guerra atómica, el problema central de nuestra época se presenta por consiguiente con la contaminación del medio ambiente total del hombre por medio de tales sustancias de increíble potencia dañina”

Impacta hoy tal contundencia, ante todo, cuando a pesar de que supuestamente la conciencia ecológica ha crecido desde entonces, muy poca gente siente realmente la gravedad de cosas como la que se describen como la sentía esta mujer hace décadas y como, por otro lado, debería hacer sentir la realidad objetiva de una situación que, lejos de haber mejorado desde que esta científica escribiese ésas líneas, la empeorado muy notablemente.

Hoy los asuntos ligados a los efectos de la contaminación química casi se han convertido en algo olvidado, comparados con otros. No hablan de ello apenas los medios de comunicación, que cuando se ocupan de temas ambientales, suelen hacerlo, si acaso, de otros como el cambio climático. E incluso una parte del movimiento ecologista parece haber dejado de lado estas cuestiones, a pesar de que se publiquen sobre ello millares de estudios científicos de los que la población apenas llega a saber nada porque no hay quien ayude a que se entere de ello.

La obra de Carson nos muestra hechos que hoy parecen haberse olvidado, al habérsenos impuesto, por la tiranía de los hechos consumados, una serie de realidades siniestras, que asumimos como «normales». Hechos que nos muestran como desde el principio se sabía que el uso de pesticidas era absolutamente innecesario y dañino pero que una serie de intereses económicos impusieron su uso a gran escala.

Hoy muchas personas pueden creer que no hay otra forma de agricultura posible que la que la agro-químico-industrial que tiene en el uso de pesticidas sintéticos una de sus señas de identidad. Que es lo único posible si queremos alimentar a tantos millones de personas. Y no se plantean qué sistemas había antes de que la agroquímica entrase en escena, y si realmente fueron ésas las razones: la productividad, el «progreso»,… las que movieron la transformación, o todo fue algo mucho más cutre, disparatado, carente de justificación seria real y  movido en realidad por unos intereses ajenos a los verdaderos intereses de la Humanidad.

Leyendo la obra de Carson, que relata, hace 50 años, y por lo tanto , más cerca de aquellos inicios, como fueron las cosas, uno no puede por menos que horrorizarse ante hasta qué punto puede hoy asumirse como «normal» lo que verdaderamente fue, en sus inicios, y lo es mucho más aún ahora, un montaje de vastas proporciones. Una representación teatral. Eso sí, con actores muy buenos (y bien pagados). Con ganchos del estilo de Inocente inocente, que daba igual si estaban en un departamento de Agricultura o en un centro de investigación financiado por la industria química y que hablaban con voces engoladas acerca de la urgente necesidad de usar aquellos venenos y su «inocuidad»,… Una película siniestra rodada en los «estudios» del planeta y en la que todos hemos sido convertidos, muy a nuestro pesar, en extras sufridores de un filme tan malo como largo ya. Y encima, parecemos haber olvidado estar en una película, y nos creemos que es la realidad, como pasa en los universos orwelianos donde las mentiras, a base de tanto repetirlas, especialmente cuando se hace con altavoces de poderes políticos cómplices de fuertes intereses económicos, son tomadas como verdades. Un mundo al revés, como aquel de 1984 en el que la policía del pensamiento había inculcado que «la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es la fuerza», solo que aquí, en este tema, resulta que «los pesticidas son necesarios, la enfermedad nuestra y de la naturaleza es salud, y el deterioro es progreso». Estaba claro entonces y está claro hoy.

El planeta, como nos desgrana Carson, se convirtió en escenario de un experimento químico-biológico sin precedentes

La científica Rachel Carson nos narra cómo, para subvertir la apreciación de la realidad,  se recurrió incluso a  campañas de “terrorismo publicitario” que llegaron a inventarse incluso plagas imaginarias, creando artificialmente estados de psicosis e histerismo que propiciaban el uso desesperado e irracional de estos productos. Ya se sabe, el miedo es una buena herramienta para dirigir la opinión de las masas.

Y todo ello se hizo a sabiendas de que ya existían sistemas de control de plagas infinitamente más eficaces y sin efectos perjudiciales, como los basados en el control biológico. Pero claro, el control biológico no era negocio para aquellos que tenían que dar salida a sus productos químicos, fuese como fuese e hiciesen falta o no.

El planeta, como nos desgrana Carson, se convirtió en escenario de un experimento químico-biológico sin precedentes, acometido por intereses mercantiles y sin un estudio científico previo de sus posibles consecuencias, tanto para la Naturaleza como para la salud de las personas

El DDT, el clordano, el dieldrín, el aldrín, el endrín,… y otros venenos organoclorados, empezaron a ser inyectados en las arterias de la delicada trama química de la Biosfera. También lo harían sustancias de otros grupos, como los organofosforados (entre los que se cuentan el paration o el malation) o como los pesticidas carbamatos.

Productos que eran menos eficaces que los sistemas de lucha biológica que los agricultores empleaban hasta entonces pero que, a diferencia de aquellos sistemas tradicionales, dejaban beneficios a una serie de industrias químicas que hasta ése momento no tenían ése lucrativo  negocio. Es más, precisamente la ineficacia era una garantía de continuidad del negocio, ya que cuantas más plagas hubiese, y cuanto más fuertes fuesen, tanto más pesticidas habría que usar, según el demencial sistema que acababa de inaugurarse. Se generaba ,además, dependencia, como con las drogas.

Cada vez se requerían dosis mayores, o productos más fuertes, porque las plagas generaban enseguida resistencias contra estos productos, y además, estas sustancias sintéticas no mataban tanto a  las plagas como a la miríada de enemigos naturales de estas. Tales ríos de veneno estaban exterminando los complejos sistemas naturales que mantenían a raya a las plagas, de modo que parecía que solo quedaba la opción de las soluciones sintéticas.

Desde el primer momento, y la científica americana dejaba constancia de todo ello, se sabía y bien a las claras, que todo era un perfecto disparate. Pero la maquinaria creada por la industria química no estaba dispuesta a detenerse por algo tan baladí como que estuviese creando más problemas de los que supuestamente solucionaba. No. El negocio era el negocio. Si la verdad no interesaba, se fabricaba una “verdad” ad hoc  como se fabricaban los pesticidas. Las mentiras eran parte de lo que se vendía, según leemos en las páginas de Primavera silenciosa.

Carson desgranará en su obra muchos de los disparates que comenzaron a verse. Cómo tras las fumigaciones, aparte de llenar todo de venenos persistentes, en lugar de menos moscas negras u orugas, había muchas más que antes. Cómo se fumigaba sobre campos, masas de agua, incluso poblaciones… aunque no hubiera ni un insecto perjudicial, porque, por lo visto, se decía que había una polilla egipcia o un escarabajo japonés que hacía mucho que ya estaba a raya por sistemas naturales. Cómo tras las fumigaciones para «salvar» los olmos frente a la supuesta amenaza de un escarabajo, resultaba que había más olmos enfermos en las zonas fumigadas que en las no fumigadas. Y como los que sí morían eran, entre otras cosas, seres como los inocentes petirrojos. U otras muchas criaturas que eran, precisamente, las que de forma natural eran predadores de las plagas. Cómo se lavaba el cerebro de los americanos con noticiarios y documentales que, de la noche a la mañana, se inventaban que unas hormigas, que nunca habían dado problemas, sino más bien todo lo contrario, mataban rebaños enteros y arrasaban cosechas de amplias regiones. Todo para crear la psicosis que «justificase» fumigar amplias zonas del sur de Estados Unidos con venenos peligrosos. Las hormigas, huelga decirlo, siguieron allí, pero el entorno quedó  contaminado en millones de hectáreas, produciéndose una hecatombe de su vida salvaje , aparte de una contaminación de la cadena alimentaria humana.

Así comenzó la aventura de los pesticidas y así continuaría hasta nuestros días. Lo que es pasado es prólogo.

Nos comentaba Carson como los pesticidas estaban afectando gravemente a la reproducción del águila calva, símbolo de Estados Unidos, barriendo sus poblaciones en regiones enteras. Cómo las fumigaciones en bosques acababan con los salmones. Y, en fin, los mil y un efectos sobre la trama de la Vida, sin excluir, claro está, los que tienen que ver con el ser humano, a la sazón, para bien o para mal, parte de ésa trama ahora envenenada. Hasta el punto de apuntar que, a la era de las enfermedades causadas por microbios iba a suceder una era de enfermedades surgidas por los venenos industriales que se estaban usando. Y desgranaba algunos de los problemas de salud que podían tener que ver con el tema: efectos neurotóxicos,  malformaciones congénitas, hepatitis, deterioro de la reproducción humana, incremento en las tasas de cáncer (como de los cánceres infantiles, de los que decía: “hace un cuarto de siglo el cáncer en la infancia era considerado como una rareza. Hoy mueren de cáncer más escolares americanos que de ninguna otra enfermedad”), etc…

Carson se convirtió en un símbolo contundente del poder de un solo individuo para cambiar la sociedad

 Ya entonces Carson se cuestionaba la fiabilidad de los límites «legales» que supuestamente protegen nuestra salud, cosa que hoy siguen haciendo centenares de investigadores sin que se les haga caso. Decía que tan solo servía para dar una “apariencia de seguridad” y que “en cuanto a la seguridad que puede obtenerse permitiendo una pizca de veneno en nuestros alimentos – un poco de éste, un poco de aquel- mucha gente discute, con gran razón, que haya ninguna cantidad de veneno deseable  en la comida”. Denunciaba que se llegara a los límites supuestamente “seguros” de una sustancia concreta estudiando con animales de laboratorio, y de qué forma, sin tener en cuenta que los seres humanos cuyos contactos con los pesticidas “no solo son múltiples, sino desconocidos para la mayoría, incontrolables e intasables” que no solo llegan con la comida sino por otras muchas vías y que este “amontonamiento de productos químicos crea una exposición que no puede ser calculada”.

Concluía con algo obvio: “establecer tolerancias es autorizar la contaminación pública de la comida con productos químicos ponzoñosos para que el agricultor y su labor puedan disfrutar del beneficio de una producción más barata… y por consiguiente, condenar al consumidor, imponiéndole una contribución, a mantener una burocracia encargada de inspeccionar que no le den dosis mortales de venenos. Pero hacer el trabajo de inspección de un modo eficaz, costaría mucho más dinero del que el legislador se atrevería a gastar, dado el actual volumen y la toxicidad de los productos químicos para la agricultura. De modo que, a fin de cuentas, el desgraciado consumidor paga sus impuestos, pero le dan el veneno sin miramientos”.

Más adelante añadirá “este sistema, no obstante – el envenenar deliberadamente nuestra comida y a continuación inspeccionar el resultado- recuerda demasiado al Caballero Blanco de Lewis Carrol, que pensó en un plan para teñirse las patillas de verde y usar un abanico tan grande que no se pudieran ver”. Es decir, un disparate. Pero un disparate subrealista que se nos ha impuesto de tal modo que hoy, cinco décadas después, muchos juzgan como “normal”. Y realmente así es: la norma es el disparate.

 Como era de esperar, al saberse de parte de los contenidos del libro en 1962, la industria química intentó desacreditarla, llegando a acusarla incluso de «comunista» (cosa que por supuesto estaba muy lejos de ser, lo cual no podría decirse, por otro lado, del esquema de mentiras orwellianas que se le oponían y que parecían dignas de Corea del Norte). Pero el público no cayó en el engaño y se percató de que se estaba ante una obra muy sólida y seria. El propio Presidente Kennedy reconocería la influencia determinante de la obra de Carson en que se investigasen más en serio los efectos del DDT.

 Carson participaría en diferentes espacios de televisión , así como ante varias  comisiones del Congreso solicitando en ellas que se protegiese la salud humana y la de la Naturaleza frente a los pesticidas. Lamentablemente, en paralelo a toda ésa actividad, un cáncer de mama iba poco a poco progresando en su interior y acabaría segando su vida poco después cuando contaba con 56 años de edad, sin que llegase a ser plenamente consciente del impacto de su obra.

 Ya antes de morir había visto como decenas de proposiciones de control del DDT habían sido presentadas en diversos estados. Pero no podría ver como en 1970 el Congreso de los Estados Unidos creaba la Agencia de Protección Ambiental como una más de las muchas consecuencias directas que había tenido su obra y el movimiento social que había despertado. Tampoco vio como en 1972 el Gobierno prohibía el uso doméstico del DDT, ni otras cosas que sucederían más tarde.

 Era una científica humilde, y un poco tímida. En 1962 había escrito una carta a una amiga suya en la que le decía: “ahora puedo creer que he ayudado por lo menos un poco”. No creía que un libro pudiera producir grandes cambios. No obstante, no tenía razón. Como dijo una de sus biógrafas, Carson se había convertido en un símbolo contundente del poder de un solo individuo para cambiar la sociedad. Carson explicó en una frase la motivación de todo: sentí que tenía una obligación solemne de hacer lo que pudiera”.

Hoy, Día Mundial del Medio Ambiente, muchos debiésemos sentir eso mismo. Y hacer algo.

Carlos de Prada

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