Estaba ya en Guinea, uno de los países más corruptos del mundo, cuando antes de cruzar un pequeño río, me di cuenta que tenía la rueda delantera pinchada. Aproveché la sombra de un árbol para tomarme un respiro y arreglar el pinchazo.
Desde allí podía ver a unas mujeres que lavaban la ropa en un pequeño reguero a la vez que la gente que pasaba por allí se paraba y se quedaba a mi alrededor para ver que lo que hacía. No intercambiamos ni una sola palabra. Ni yo hablaba fula, ni ellos francés.
Un momento más tarde oí el ruido de una moto y cuando levanté la cabeza vi como se levantaba una nube de polvo que venía por el camino en el que yo estaba. Cuando se aproximó al reguero redujo la velocidad.
Entre la polvareda veo como uno de los tres ocupantes de la moto ordena al conductor que pare. Son policías. Dos se bajan de la moto, uno de ellos lleva en la mano lo que parecía ser una botella de licor, y lleva colgado de los labios un cigarro encendido.
Se acercan a mí bastante excitados agitando las manos, y haciendo gestos para intentar amedrentarme. Intentan que su actitud refleje autoridad y me piden los documentos y que les explique que es lo que hago allí.
– Soy turista, estoy dando la vuelta al mundo en bicicleta.
– Bien, pues enséñame los papeles con la autorización.
– ¿Que papeles?
– Los que dicen que estás dando la vuelta al mundo en bicicleta.
Busco mi pasaporte y se lo entrego al que parece estar más sobrio, que es el que hace de poli bueno, el otro tiene los ojos rojos y la vista vidriosa y apenas puede vocalizar, pero no para de dirigirme palabras hostiles y amenazas.
– ¿Qué pasa si yo voy a tu país, Francia, sin papeles?
– Soy español, y aquí tienes el pasaporte con el visado.
El poli malo le coge el pasaporte al poli bueno y abre el pasaporte por la página donde esta estampado el visado de Gambia.
– ¡Huy!, ¡huy!, ¡huy!. Aquí tenemos un problema. Este visado no sirve en Guinea, es de Gambia, y aquí no puedes sin permiso. Has entrado ilegalmente. ¿Qué pasaría si yo estuviera así en Francia? – vuelve a
repetirme.
Entonces empieza a explicarme que el visado de Gambia solo vale para dicho país.
– Sí, sí, lo sé, pero es que el de Guinea tiene que estar en otra página.
Entonces pasa de página y se encuentra con el de Mauritania.
Entonces me vuelve a explicar que el visado de Mauritania tampoco vale para Guinea y que estoy en un problema grave.
El grupo de curiosos observaba la situación desde no muy lejos, y un anciana se acercó a los policías con intención de mediar, pero el poli malo le obligó, de muy malas maneras, que se apartase y que siguiese caminando.
Percibí indignación en los curiosos; en África mostrar poca consideración y faltarle al respeto a los ancianos es una ofensa grave.
Al fin encuentran el visado de Guinea, y tras intentar leerlo el poli bueno me dice, casi susurrando, que están cumpliendo con su trabajo.
El poli malo seguía en sus trece. Y yo poco a poco me había ganado lam confianza del poli bueno, que me dice: – ¡Choca las cinco! cuando le dije que era de Madrid.
Después de pasar un largo e interminable momento de tensión, los dos policías deciden continuar su camino. Se remangaron los pantalones para cruzar el reguero y se fueron hacia la otra orilla donde les esperaba el conductor de la moto.
Cuando terminé de reparar el pinchazo esperé un rato para continuar por el pedregoso camino y me despedí de las mujeres que lavaban ropa en la escasa agua que corría por el menguado río. A lo lejos acechaban las nubes que se acercaban rápido y presagiaban lluvia, y yo disfrutaba con el aire fresco que se levantaba y me daba una tregua y me hacia olvidar del calor que sufrí unas horas antes.
Habían pasado, más o menos, tres horas cuando llegué a las inmediaciones de una pequeña aldea y vi una moto aparcada a orilla del camino y al poli malo tumbado en el asiento durmiendo con los pies apoyados en el manillar, al poli bueno tirado en la hierba, y al conductor buscando una sombra un poco más lejos.
Procuré pasar sin hacer demasiado ruido y en cuanto los dejé atrás fui lo más rápido posible.
La noche se me vino encima y la tormenta se anunciaba con profusión de rayos que se veían a lo lejos en medio de un cielo negro. Empezaron a caer unas pocas gotas de agua que formaban una tenue cortina con la luz de la bicicleta.
En una recta, aparecieron tres luces. Parecían tres linternas que oscilaban a un metro del suelo en medio de la oscuridad, y cuando pasé junto a ellas vi que eran tres policías.
Al ver que era blanco, me dieron el alto, y sin hacerles caso me alejé tan rápido como pude para dejarles atrás con el corazón en el puño. Me sentía indefenso en mitad de la noche a la vez que en el medio de la
nada.
Ese día no tenía comida, ni agua, ni un lugar donde montar la tienda, pero mi mayor preocupación no había sido otra que esas personas que su responsabilidad no es más que la de velar por la seguridad de los demás.
¿Una ironía?
Javier de la Varga