miércoles, noviembre 27, 2024
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Un desastre fantástico

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Era aquel argumento ontológico de la Edad Media: si Dios es perfecto y la existencia es una cualidad de la perfección, Dios existe, porque de otra manera, no sería perfecto. Si en el fútbol no hay nada más perfecto que el rondo, -y sin duda el rondo existe porque lo que es nombrado por Xavi existe realmente-, el fútbol de España es lo absoluto, el final de este deporte tal como lo hemos conocido. Y lo absoluto, lo sagrado por inefable, acarrea una cualidad moral. España cargaría con el secreto del fútbol, con la gracia y la belleza, e incluso con el diálogo democrático y horizontal contrario a la furia impuesta desde arriba por la dictadura.

Una vez que los chicos han caído (SPOILER), suenan absurdas estas explicaciones sobre el juego de la selección, pero durante 6 años la perfección humana y futbolística de este grupo y su correlato moral, han sido la literatura que ha vestido el fútbol Español y Europeo. Un plástico envolvente y biodegradable del que no era posible escapar. 

¿Qué hay de real en todo esto? Desde luego, la simetría y la gracia fascinan y paralizan, y dan la impresión de que tienen una verdad detrás. El fútbol de la selección recubría de apariencia infantil una competitividad feroz. Ellos jugaban a darse pases inundando todo el terreno de juego con la pelota en los pies. No sólo eran muy buenos, además eran radicales. Llegaban hasta el final en la idea. Y era una idea que cualquiera podía identificar. Tendremos la pelota hasta las últimas consecuencias, nadie nos la podrá quitar, y en el improbable caso que suceda, estaremos tan bien dispuestos por el campo que les durará un suspiro. La posesión como fin. Ese fue el extremo hacia el que se fue deslizando la selección allá por la Eurocopa del 2012. Y la radicalidad es fascinante porque aparenta ser el fin de todo y el principio de algo. Pero no. Es sólo eso, una apariencia.

El juego de posesión es frágil como todo lo que ronda lo perfecto, falto de flexibilidad y fuera de la corriente, y una vez que se rompe la promesa de eternidad, se caen las máscaras y queda el desastre. Un grupo de niños demasiado lejos los unos de los otros, golpeados contra los acantilados de la realidad hasta ser desfigurados. Cansancio, repetición, un contrario con dientes de sable. Así se quiebra la minuciosa artesanía del juego y entran por las costuras un líquido espeso y desesperante que paraliza el ritmo de la máquina; el juego de posesión. Hacen falta muchos pases seguidos para que las piezas se vayan ordenando sobre el campo y se oiga el eco que suelde la jugada. En estos dos partidos, los contrarios siguieron la rutina del rondo de la roja que tenían bien memorizado, y mordieron mucho antes de que la ola llegara a hacerse peligrosa. Y ahí, iniciaron rápidos ataques, con todos los pasos habilitados y los españoles corriendo hacia atrás con el miedo oxidando cada gesto.

Iker y su área, este mundial, lo más parecido al pasaje del terror que han visto los niños del mundo.

Los chilenos son un grupo bien entrenado en la presión. Solidarios y pacientes, parece que contra España estuvieran escribiendo su Araucana particular. Los primeros 5 minutos fueron un resumen de lo que vendría. Sacar la pelota era dramático ante la presión chilena, y a la mínima que el balón era mordido, en dos pases, los sudamericanos se plantaban en el área de Casillas. Iker y su área, este mundial, lo más parecido al pasaje del terror que han visto los niños del mundo.

Del Bosque dijo que no tenia fuerza moral para dejarlos fuera, refiriéndose a los veteranos. Detrás de esta frase hay un mundo de sensaciones. Básicamente: estaban cascados y con tantas ganas de jugar el mundial como de acarrear muertos al cementerio. El partido fundamental, sin embargo, se lo jugó sin Xavi y Piqué, dos decisiones lógicas atendiendo al estado de forma de los jugadores, pero con las que él mismo se dejaba en evidencia. Incluso decadente, Xavi ordena al equipo a su alrededor. No estuvo -y era comprensible, se cae al andar- y la selección perdió la razón entorno a la cual arremolinarse.

Después de la sacudida inicial, la selección -nunca más roja, es preferible que se rompa España de una vez- hilvanó escuálidas combinaciones. Siempre muy endebles, como si avanzaran por un desfiladero y con un premio ridículo para tal orfebrería. Ese premio era el balón a Diego Costa, que parecía luchar contra demonios internos y sudaba sangre para controlar cualquier balón. Xabi Alonso intentaba elipsis en el pesadísimo guión, metiendo pases interiores de los que sólo él tiene el secreto, pero que acababan sin dueño y secos de ritmo en una parte cualquiera del campo. Sólo cuando aparecía Iniesta se hacía presente la jugada. Posaba el partido en el césped y excavaba un túnel hacia algún compañero, rotaba alrededor de la pelota intentando soluciones, pero eran demasiados los problemas y los chilenos que se multiplicaban a su espalda.

Xabi perdió un balón en el centro del campo y la pelota se fue escurriendo escalón a escalón hasta que se encontró a un chileno en el área, y burló a Casillas, que por enésima vez volvía a caerse en medio de la escena a cámara lenta, falto de ángel y de espíritu, como si fuera rodado por un Sam Peckinhap profano. Nada de épica. La decadencia de un jefe de planta del corte inglés. Ese ha sido el año de Casillas.

Hubo varias posesiones más de España, inocuas y vigiladas de cerca por los sudamericanos, que aprovechaban cada descuido para descuartizar la defensa ibérica con el mínimo de pases permitido. Después de una falta que Iker despeja a lo Mazinger, un chileno puso la puntera a un balón que escupía contra los españoles, y fue gol. Los jugadores ibéricos aparentaron encono en el segundo acto, hasta que Torres salió en su triciclo para matar de risa el partido.

El nuevo rey no podrá comenzar donde lo dejó el anterior; tiene que irse más atrás. Al sitio donde crecía el fútbol, con cierta libertad, allá en el 2008.

Ángel del Riego

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