Tras la persiana amenaza un calor instalado en la capital este finde para inaugurar otro largo y cálido verano. Tiene pinta ya de preludiar otoños recalentados. Llega feroz, pegajoso y revuelto, circular en resaca de proclamaciones reales y rojas eliminadas que dejan un Madrid seco de emociones.
Para solventarlo, salimos al mundo, colgados de las notas de un finde musical con la excusa de la celebración de uno de estos días-universales-para-todo. En este caso el de la música, iniciando una sinfonía de notas ácratas que brotan del acordeón de músicos errantes que paran su nomadismo en el Barrio de Salamanca para calmar cláxones.
Caminando hacia el Retiro nos volvemos decimonónicos bajo los templetes custodios de bandas militares que tocan glorias pasadas en alegría dominical. Colofón al maratón de voces estudiantiles que, en coro, suenan a homenaje tristísimo tras la caída de árboles criminales que mutilan familias, DEP.
Doblamos la Puerta de Alcalá en plegarias hasta encontrar a una señá Cibeles que parece abrumada dando la espalda a la banda moderna, entusiasta de folk dura que toca a la vera de palacio en su turno.
Hago caso a mi diosa y quiebro en querencia huyendo a mi Barrio de las letras donde, entre vinos de Galicia, la música se va adelgazando entre costanillas desamparadas hasta verse interrumpida por esa otra tonalidad bronca del grito orgásmico del gol. Ghana acaba de marcar y el delirio de los africanos en Madrid se hace grito ante la mirada técnica de unos tedescos que beben vino con pose de jugadores de ajedrez. Una mujer al fondo, con facciones de la diosa wagneriana felicita en inglés con un gesto educadísimo al amigo africano mientras reposa sensualmente sus pies en la silla de la taberna.
El verano se va así destilando en su pesadez rumbo hacia el centro viejo donde seguimos llorando a Paco de Lucía en “quejíos jondos”, en homenaje de voz rasgada y presencia infalible del maestro en gritos del silencio de los sin-voz.
La brisa que no hay nos acerca hacia el oeste en sus jardines donde bajo lo permanente empedrado del templo de Debod, Don Giovanni campa a a sus anchas seduciendo féminas bajo la mirada de los piedras egipcias y del director de la obra que se mueve inquieto.
Del «La ci darem la mano, la mi dirai di si» al «Vorrei e non vorrei», el juego de los amores que no lo son, se representan duplicándose en el lago bajo la mirada de un público que convierte el jardín en la Scala de Milán.
Volvemos a casa hablando en italiano, ignorando el calor, sublimados por la verticalidad de la ópera hasta que, como el comendador atravesamos sin querer las paredes fantasmales de un Irish pub donde nos recibe una banda de dos cantando entusiasmo acústico para guiris y nostálgicos.
Cerramos la jornada a la vieja usanza, of course, entre penumbras y con asfixia de rancheras de autoestima acompañando a la cofradía que cierra bares declamar con pasión: «con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley».
J.M. Novoa