Comentábamos hace pocas fechas que la gastronomía desempeña un papel fundamental en las narraciones de Vázquez Montalbán. Las páginas de Carvalho se recrean con la elaboración detallada de todo tipo de recetas, aunque inciden todavía más en las tradicionales de la cocina catalana y en la descripción de sabrosos guisos mediterráneos. Todos recordamos el detenimiento con el que recrea los ambientes de restaurantes de cualquier clase y condición, de bares tanto de fritanga como de bollería y pastas de té, de aquellos kioscos entrañables que orillan el paseo central de las Ramblas e incluso de algún que otro chiringuito de ésos que sirven la cerveza sin vaso, en botellines bastante pringosos.
El propio Vázquez Montalbán escribió la antítesis necesaria para tanto exceso culinario, desterrando al bueno de Carvalho a un balneario en el que perder grasas acumuladas, disminuir triglicéridos y poner coto a los escandalosos niveles de colesterol. De hecho, tal vez fuera por la pena que tan insospechada situación pudiera provocar en el insigne, aunque ciertamente algo glotón detective, por lo que el autor no dudó en acompañar durante tan duras pruebas a su personaje preferido.
En la novela El balneario, Carvalho y Montalbán se ven inmersos en unas aventuras absolutamente hipocalóricas
Así las cosas, en la novela El balneario, Carvalho y un Montalbán bajo nombre supuesto, se ven inmersos en unas aventuras algo delirantes, bastante escabrosas pero sobre todo absolutamente hipocalóricas. No puede ser más severo el régimen impuesto por un estricto doctor suizo secundado por su inflexible ayudante bielorrusa. A partir del ingreso en el balneario, sólo se permite la ingestión de caldos vegetales y de infusiones de hierbas acompañadas, eso sí, de tanta agua mineral como los sufridos pacientes aguanten. En esto de considerar el agua como la panacea universal, Vázquez Montalbán parece recordar una vez más el antiguo ejemplo del imperecedero y siempre admirado doctor Sangrado de las aventuras de Gil Blas de Santillana.
Tal es la hambruna a la que los pacientes se ven sometidos que la sola mención de una humilde y ligerísima compota de frutas, servida sólo cuando el tratamiento haya concluido, se convierte en la idealización del más suculento manjar. De hecho, los famélicos personajes llegarán al extremo de organizarse una noche en comando guerrillero para asaltar la despensa y llevarse consigo ese inestimable botín que en tan míseras circunstancias es una manzana. Uno piensa que esa angustia ante el fruto prohibido, de repente al alcance de la mano, es la misma que padece el aterido personaje de Hamsun cuando deambula sin sentido por las calles de Christiania, en Hambre, esa novela que debería ser de obligada lectura. Se trata de los prejuicios morales y sociales de alguien que se ve imposibilitado, por muy desesperada que sea la situación en la que pueda encontrarse, no ya para quebrar mínimamente las reglas enraizadas en su propio ser, sino incluso para solicitar una mínima ayuda que le permita salvarse, en una situación que enlaza también con la de aquel enjuto hidalgo, no sólo del Lazarillo sino de tantas otras narraciones clásicas y contemporáneas, cuando al borde de la inanición pasea por las calles de Toledo una profunda y definitiva miseria, arropada únicamente dentro de su desmedido orgullo.
Ignacio Vázquez Moliní