Hace muchos años me contaba Chumy Chumez que él y sus amigos, de niños, jugaban a fusilarse. Más tarde, creo que en el decenio de los ochenta, publicaría un libro sobre sus recuerdos de la guerra civil española titulado «Yo fui feliz en la guerra», donde aparecía ese humor negro que no abunda entre los vascos, y en el que el donostiarra Chumy, registrado como José María González Castrillo, alcanzaba cotas delirantes.
He recordado ese episodio de niños en la guerra -bastante frecuente- al enterarme de que unos niños ya crecidos, aprovechando sus trabucos folklóricos, y a mayor gloria de Cataluña, han acudido a la casa de un concejal del PP y han disparado salvas, jugando a la guerra. Digo mayorcitos, físicamente, con cuerpos de adultos, pero deben tener el cerebro bastante menos desarrollado que el de Chumy, cuando con 9 años, en 1936, jugaba a fusilar.
En Cataluña se juega a la guerra de fusilar al que no piensa como los independentistas
La banalización de la guerra corresponde a la epidemia de frivolidad en la que estamos inmersos y donde cualquier cosa, desde el sexo a la guerra, desde las leyes constitucionales al nacionalismo, se convierten en motivo de juego o de mofa. La sensible piel del soberanismo, que no aguanta ni una broma, suspicaz hasta el ridículo, se vuelve recia tira de tambor que no percibe este fomento del odio, esta amenaza desagradable. Ni una declaración, ni una protesta, ni un gesto de reproche ante esa grosera gamberrada que, desde luego, empuerca el nacionalismo, porque se está nutrido de semejantes tontos contemporáneos, habrá que sentir lástima por los catalanes nacionalistas de buena voluntad y que no van por ahí, soltando regüeldos patrióticos al amparo de unas fiestas. «Me habéis matao un hijo, pero ¡qué fiestas hemos pasao» decía un personaje de Gila. En Cataluña se juega a la guerra de fusilar al que no piensa como los independentistas, pero ¡cómo se lo están pasando!
Luis del Val