Hace unos días leía que la ciudad de Detroit, otrora capital mundial del automóvil, que sufre una bancarrota como la que solamente las leyes americanas permiten, estaba pensando en vender obras del Detroit Institute of Arts para poder pagar las pensiones. Si ello se lleva a cabo deberán respetarse ciertas normas mercantiles, como no privilegiar a un grupo determinado de acreedores. Pero Detroit debe mil cuatrocientos millones de dólares sólo en pensiones y hay que hacer algo.
¿Qué pasaría en Portugal si decidiéramos vender unos cuantos cuadros del museo de Arte Antiguo para pagar deudas, pensiones, intereses? ¿Quién echaría de menos una virgen o un bodegón? O, por ejemplo, ¿uno de esos cuadros horrorosos de Josefa de Óbidos, también llamada Josefa de Ayala? (aunque por ésos quizá no nos dieran más que calderilla).
Esto plantea de quién es un museo. ¿Del país, del Estado, de la comunidad, de los que donaron sus obras? Y, además, si se trata de una institución sin ánimo de lucro, ¿cómo se pueden usar sus fondos para pagar deudas?
El Código Civil, las normas sobre el Registro de la Propiedad, así como el Derecho administrativo, ya no se adaptan a los tiempos. Para una partición, o para inscribir una propiedad se necesitan firmas, edictos, papeleo inacabable, expedientes de dominio caros e interminables. Lo que no compensa a los derechohabientes, que optan por renunciar a la propiedad. De ahí tanta propiedad abandonada, a menudo viejos palacios o bellas casonas, producto de querellas hereditarias sin fin ni solución. Véase como muestra el tremendo libro Portugal em ruínas, de Gastão de Brito e Silva (edición de la Fundação Francisco Manuel dos Santos, 2014, por 3,50 €). Hospitales, conventos, fuertes, casonas, todo abandonado.
Pero ese estricto rigor jurídico formal, estas pesadas e inútiles normas, no parece aplicarse a los Ayuntamientos. De ahí el mal uso que hacen éstos de lo que siempre se ha considerado dominio público -como las aceras y plazas en todas las ciudades de España, alquiladas para servir de terrazas de los bares sin límite alguno, privatizando lo que es de todos-. Hace poco estuve en Madrid y me encontré con que las amplias aceras ya no son de los paseantes sino del influyente gremio de los hosteleros; incluso muchas ya cuentan con estructuras fijas, inamovibles, el hecho consumado. También en la Plaza del Comercio de Lisboa, el Ayuntamiento (socialista aquí) ha sacrificado el espacio público a las terrazas de turistas. Yo creo que deberíamos rebautizarla como Plaza del Comercio Privado. Todo sea por el turismo y por rellenar las arcas municipales.
¿Qué es lo público y qué es lo privado? ¿Dónde están los límites? Y si los Ayuntamientos pueden privatizar por las bravas las aceras y plazas, quitándoselas a los ciudadanos, ¿por qué no se van a poder vender obras de arte menores para pagar deudas, pensiones o para conservar o restaurar lo que ya existe en colecciones de arte, monumentos maltrechos o edificios abandonados? Por ahora sólo se atreven a estas privatizaciones solapadas, pequeñas, que pasan desapercibidas para la gran mayoría, como son las aceras, paseos y plazas.
El Derecho administrativo que estudié en Lisboa y en Coimbra, y que perfeccioné con el gran jurista español don Eduardo García de Enterría, ya no le sirve al Estado ni a los Ayuntamientos, que hacen de su capa un sayo.
Rui Vaz de Cunha