A menudo se piensa que en las postrimerías del siglo VIII existió una época feliz en la que los califas de Bagdad eran no solo ilustrados sino sobre todo tolerantes. A veces se habla también de otro mito que se refiere a la existencia, en algún momento de la Historia, de una Arabia Félix donde se creía que las gentes, ya mucho antes de la llegada del Profeta, eran dichosas y llevaban una existencia amena cultivando café e incienso, tal vez no tanto por sus condiciones de vida en aquellos perdidos secarrales, como por la confusión histórica provocada por el término fértil, que del griego pasó al latín, vaya uno a saber por qué, transformado en feliz.
Cierto es que en aquellos remotos años la corte de Harun ar-Rashid, el siempre curioso califa de los cuentos de las Mil y una noches, reunía en un desenfreno constante de conspiraciones e intrigas todo tipo de personajes estrafalarios, cada cual de una cultura y creencia diferente. La ortodoxia islámica no era, ni mucho menos, la norma predominante. Se juntaban en aquel Bagdad califal, aunque no precisamente en perfecta armonía, desde cristianos y judíos a zoroástricos e idólatras, pasando por descreídos de toda clase y condición. Baste recordar que era entonces el libertino Abu Nuwas el más alabado de los poetas.
No se piense, sin embargo, que el gran poeta báquico, por alabado que fuera, dejó de sufrir los caprichos y crueldades tanto de Harun ar-Rashid como de sus sucesores. De hecho, acabaría sus días encerrado en una siniestra mazmorra, no tanto por su impiedad arrogante como por su contumaz impertinencia hacia el califa. Se ajustició al poeta en la soledad de la celda pero sus versos se salvaron.
Desde el punto de vista del integrismo más radical resulta fundamental la escenificación del castigo
La tiranía de aquellos tiempos no llegó al extremo de condenar también los libros. Muy al contrario fue lo que ocurrió en 2001, cumpliendo órdenes del ministerio de cultura egipcio, cuando en una hermosa plaza de El Cairo se quemaron miles de ejemplares de las obras de Abu Nuwas, en un afán pirómano que no es un fenómeno aislado y exclusivo, sino recurrente y compartido. Unos años antes se incendió la biblioteca de Sarajevo. En 2003, de nuevo en Bagdad, se quemaron más de un millón de libros en su biblioteca nacional, muchos más que los que ardieron en 1933 en la Bebelplatz de Berlín.
La pira en las plazas públicas, el ahorcamiento en los estadios de fútbol, el degüello convenientemente publicitado ahora gracias a los nuevos medios de comunicación social, son importantes no tanto para castigar el delito como para demostrar a los demás que nada queda impune.
Sabido es, además, que desde el punto de vista del integrismo más radical resulta fundamental la escenificación del castigo, ya que es el anverso del escándalo y es éste, en definitiva, lo único que resulta punible. Es por eso por lo que uno prefiere no pensar qué es lo hoy en día esos exaltados que se dirigen a Bagdad le habrían hecho al poeta Abu Nuwas, a todos sus libros, al califa Harun ar-Rashid y hasta a la infatigable cuentista Sherezade.
Ignacio Vázquez Moliní