«Tenemos una Ley de Enjuiciamiento Criminal pensada para robagallinas». Teníamos la sensación, pero esa intuición de que siempre pagan los mismos ahora la ha verbalizado Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial. La ley se hizo en 1882 y desde entonces solo se han hecho «parcheos» que no permiten perseguir con la eficacia debida ni a la gran delincuencia ni a la delincuencia compleja. Y la corrupción lo es, remata Lesmes.
Una denuncia así en un estado de derecho, realizada por la cabeza del poder judicial, tendría que producir una movilización inmediata de los poderes ejecutivo y legislativo para corregir la situación, porque como afirma el presidente del Supremo «si la Justicia no funciona no hay regeneración democrática». Este marco legal cojo se agrava con la carencia de medios en los tribunales, con la defensa de los corruptos por poderosos bufetes de abogados que aprovechan los mínimos resquicios de una ley garantista para dilatar o entorpecer los procesos, por instituciones jurídicas como el indulto que tantas veces ha permitido corregir al poder ejecutivo decisiones de los tribunales y, sobre todo, por la actitud de las formaciones políticas que tienden a la defensa corporativa de los suyos. Antes de que el compañero llegue a ser un apestado innombrable los partidos habrán matado al mensajero, habrán proclamado a los cuatro vientos la inocencia de su presunto, su trayectoria impecable y la certeza de que nada podrá probarse. Todo hasta que las pruebas se hacen evidentes y la contumacia en la defensa se convierte en ridícula.
Sabemos que la justicia es lenta, pero más lenta es aún la acción política. Hace 13 años se formalizó en España un Pacto de la Justicia que ha sido incapaz de alumbrar fórmulas eficaces para luchar contra la corrupción. Y alguna de ellas figura en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, en vigor desde 2005, que incluye la mención expresa al delito de corrupción bajo el eufemismo de «enriquecimiento ilícito». Un delito que persigue y pena a aquel funcionario o cargo público que durante su mandato ha tenido un incremento patrimonial que no puede ser razonablemente justificado en función de sus ingresos, rentas y patrimonio. Porque las comisiones ilegales y las cláusulas del cohecho y la prevaricación no suelen fijarse en contrato público. Es tan sencillo que resulta sospechoso que no se ponga en marcha.
Isaías Lafuente