Ya mencionábamos hace algún tiempo que Marcel Mariën fue uno de los surrealistas belgas más brillantes. Aunque hoy ya casi nadie se acuerde de sus peculiares creaciones, uno cree que conviene tener muy presente, al menos, una de sus obras, titulada muy significativamente Teoría de la revolución mundial inmediata. Esto es así no tanto por sus vanguardistas propuestas como por lo que conlleva de anticipación programática. En su momento relacionábamos esta obra surrealista, caracterizada sobre todo por su vocación de agitación global recurriendo a la propaganda más exacerbada, con esa otra obra inquietante de autores anónimos que cada vez circula más por las redes titulada La gestión de la barbarie.
La brutalidad del atentado contra la redacción de la revista Charlie Hebdo pone de nuevo sobre la mesa, en el corazón mismo de nuestra tolerante Europa, el pánico que pueden provocar los postulados defendidos por estos nuevos bárbaros. Para ellos, se trata de anatemizar todo y cuanto hayan decidido que es diferente. El anatema se aplica en todo su pavoroso sentido etimológico, que incluye el exterminio del condenado.
Según defienden los nuevos bárbaros, hoy ha llegado el turno de ejecutar a los blasfemos de una revista satírica francesa, de la misma manera que algún día Salman Rushdie pagará con la vida el pecado de haber escrito Los versos satánicos. Antes, les había tocado a los ciudadanos de Madrid, Londres, Casablanca o Karachi por el hecho de no someterse a lo que esos salvajes consideran que es el Islam. De la misma manera, y al mismo tiempo que en París se escuchaban las balas, los postulados de la barbarie se aplicaban con todo rigor en amplias zonas de Pakistán, Afganistán, Siria e Iraq, donde no sólo se asesina a los periodistas que no se someten a los dictados de los nuevos amos del miedo sino también a todo aquél que represente, por débil que sea, un atisbo de resistencia. Se extermina a todo el que se oponga, ya sean las poblaciones cristianas de Oriente, los laicos, los kurdos o los yazidíes, igual que a las jóvenes que estudian o a los trabajadores en favor de la educación, la salud y el desarrollo.
Sin embargo, a los europeos nos soliviantan menos esos genocidios continuos que el atentado de París. Tal vez sea por la distancia, tal vez por una mezcla inconfesable de mezquinos intereses y de frío cálculo político, o quizás porque no comprendamos que los ataques contra unos y otros forman parte de la misma siniestra ofensiva.
Ignacio Vázquez Moliní