No se puede empezar peor el año. Ni ganas hay de hacer pronósticos políticos, cábalas sobre candidatos con posibilidad de optar a alguna alcaldía y gobierno autonómico en el PP, o tratar de averiguar cómo bajan las aguas en el Psoe tras el paréntesis navideño. Saber si es verdad que las espadas andaluzas están en alto a la espera de que Susana Díaz dé el paso adelante si no se logran buenos resultados en las elecciones de mayo, o se trata de un invento de unos cuantos a los que no acaba de convencer Pedro Sánchez y miran hacia el sur con ojos esperanzadores. Es evidente que Sánchez ha decepcionado y sigue decepcionando a bastantes de los que pensaban que con él estaba cantada la victoria; pero es evidente también que mucha rumorología sobre tensiones internas procede de las filas de los que piensan que con Díaz tenían más posibilidades de tocar poder.
Pero todo esto es nada si se compara con el espanto que provoca el terrorismo islamista, que nos ha amargado el principio del año con ese atentado brutal que nos tiene atenazados por el miedo y la angustia.
Siempre nos hemos encogido de hombros ante los anuncios de alerta 1, 2 o 3, siempre pensamos que ese tipo de situaciones críticas nunca nos van a afectar directamente. Sin embargo, cuando bajo la alerta 3 se siguen las noticias que llegan de Paris y se ven las imágenes del horror tras la masacre en Charlie Hebdo, entonces se toma conciencia de que el peligro está muy cerca.
Todo el mundo ha puesto el acento en que los islamistas no respetan la libertad de expresión. Sinceramente, no es el respeto a la libertad de expresión lo más inquietante, sino que estamos rodeados de fanáticos que con cualquier excusa, diferencia de religión o raza, nacionalidad, color de la piel, trabajo en determinada empresa, risa ante una tira cómica o lectura en público determinado libro, no dudan en degollar, disparar un tiro en la nuca, o una ráfaga de metralla. Cualquiera puede perder la vida simplemente por encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, cuando esos bárbaros yihadistas habían decidido dar un golpe en nombre de Alá.
Los que seguimos con interés la actualidad francesa porque amamos ese país, estábamos pendientes estos días de la polémica causada por la última novela de Houellebecq, que precisamente se ponía a la venta el día del atentado contra la sede de Charlie Hebdo. Pura ficción, pero estaba en boca de todos porque situaba la acción en Francia del 2022, con las elecciones ganadas por un musulmán que se convertía en presidente de la República y tomaba decisiones que ponían los pelos de punta. La novela se llama “Sumisión”, con eso está todo dicho.
Sorprende, por no decir indigna, que no se hayan escuchado reacciones de dirigentes musulmanes con responsabilidades de Estado. Sí ha habido condenas de ciudadanos de a pie que se confesaban musulmanes horrorizados por tanta barbarie, por tanto fanatismo, y que insistían que no era eso lo que predica el Corán, que en ningún caso justifica –explican- una yihad sanguinaria, una supuesta guerra santa contra el infiel. Sin embargo, líderes de países árabes que además son guías espirituales de sus súbditos, de sus fieles, han callado ante lo ocurrido en París. Todo un dato a tener en cuenta.
Y un favor, por el que claman los que luchan contra el terrorismo islamista y tienen razón: dejemos de llamar Estado Islamista al territorio conquistado por esos salvajes, que han cometido un auténtico genocidio contra los habitantes de la vasta zona conquistada a sangre y fuego y que forma parte de Siria e Irak.
Nada satisface más a esos terroristas de ropajes negros que asaltan lugares como la sede de Charlie Hebdo, que a ese territorio se le llame Estado. No lo es. Ni puede serlo. Por lo menos, que no nos ganen la batalla del lenguaje. La otra, hay que respaldarla, desde la legalidad, con uñas y dientes.
Pilar Cernuda