Estampas de dolor pero también de solidaria unidad las que nos llegan de Francia, donde la población y la clase política hacen piña contra un enemigo común: el terrorismo. Lo mismo que en España, donde las manifestaciones de duelo por lo ocurrido el miércoles pasado en París dejan clara cuál es la frontera. A un lado, la barbarie. Al otro, la civilización.
Así lo planteó desde el primer día el presidente Hollande. Era su forma de invitarnos a buscar las causas del atentado a la revista «Charlie Hebdo» en el atavismo medieval que asesina al grito de Alá es grande. Pero ni es Alá ni es el Islam los que aprietan el gatillo o los que ordenan apretarlo contra los infieles, sino la enajenada voluntad de una minoría de fanáticos. Lo recordaba acertadamente nuestro presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el pasado jueves en Andorra, al constatar que el enemigo es el terrorismo y no el Islam.
No perdamos la cabeza hurgando en los supuestos defectos del modelo de convivencia francés como explicación de la salvajada cometida presuntamente por los hermanos Kouachi, ciudadanos franceses de origen argelino, en supuesta venganza por las viñetas que vulgarizaban la imagen de Mahoma en el semanario satírico de la Prensa francesa. No tiene sentido perderse ahora en un juicio a los modelos de integración del emigrante islámico en el rastreo de las posibles causas por las que unos muchachos fanatizados asesinaron a doce personas.
El terrorista es un peligro público y así debe ser tratado
La barbarie brota en mentes poco evolucionadas que asesinan porque, según ellos, así lo manda Mahoma. Es como si los cristianos siguiéramos al pie de la letra aquello de arrancarse el ojo derecho si el izquierdo veía que pecaba. Estaríamos todos tuertos. Aunque el impulso criminal tenga un carácter religioso no deja de ser un delito execrable. Por tanto, ha de objetivarse a la luz de los protocolos policiales y judiciales de lucha antiterrorista. No hay más. El terrorista es un peligro público y así debe ser tratado. Como las enfermedades infecciosas, las imprudencias del tráfico, el crimen organizado o la delincuencia común, al margen de las creencias políticas o religiosas del criminal, el enfermo o el conductor imprudente.
No se podía justificar el terrorismo de ETA solo porque algunos vascos sintieran la bota del Estado español sobre la irredenta patria vasca. Y no se puede justificar el terrorismo islámico solo porque unos cuantos chiflados crean que nos estamos burlando de su religión con las famosas caricaturas de Mahoma. También nos burlamos de la nuestra. Pero a quien se pueda sentir ofendido por ese tipo de bromas no se le ocurre tomar las armas en defensa de sus creencias religiosas.
Hemos evolucionado lo suficiente como para distinguir el plano temporal del plano espiritual y más vale persistir en nuestros dogmas civiles, los que cuelgan de la Declaración Universal de Derechos Humanos, antes de que la barbarie nos pille discutiendo sobre si son galgos o son podencos.
Antonio Casado