Cuando me pongo delante del folio en blanco –lo del «el folio» es, naturalmente, una deformación propia de la edad, quiero decir frente a la pantalla del ordenador– procuro dejar mis fobias y mis filias guardadas en un cajón para que lo subjetivo no tome al asalto la visión que mi yo periodístico traslada con muy diferente fortuna a los lectores. Quiero decir que salvo raras excepciones que vendrían a coincidir con la defensa de unos valores universalmente aceptados, uno intenta ser lo más objetivo con la realidad y por eso unas veces caes en las garras de la derecha y otras en las de la izquierda convirtiéndote, sin querer, en sospechoso de todos. Si a esta búsqueda de una independencia crítica, de una cierta coherencia sin apriorismos, le añades que escribes para una agencia que distribuye tus artículos entres sus clientes y te publican –como es natural– los que quieren, resulta más que lógico el posible despiste del lector que no sabe dónde ubicarte, qué sello ponerte, o quiénes mandan en la trinchera desde la que se supone escribes.
Después de tantos años te das cuenta de que resulta inútil tratar de convencer de que no hay trinchera, de que vas por libre. Porque, en general, mucho más que informarnos, todos queremos reafirmarnos y así pasa lo que pasa.
Y me pasa que tendría que acusarme de haber hablado bien y mal de Podemos, bien y mal del PP, bien y mal del PSOE y de tantas cosas porque todos nos hemos podido equivocar muchas veces y otras muchas haber acertado, porque todos han hecho cosas buenas y cosas malas y entre todos yo soy el primero en confesar públicamente que más de una vez he podido publicar algo que no debí o no escribí sobre algo en lo que debí fijarme.
Esta misma columna no iba sobre nada de lo que ha leído el lector. Cuando empecé a escribirla hace un montón de líneas, quería que aflorase un cierto humor y sólo pretendía explicar que no siento por el presidente de la Generalidad catalana, Artur Mas, ninguna animadversión ni especial cariño. Ni le conozco ni creo que le llegue a conocer pero me siento muchas veces obligado a dejar el testimonio honesto de sus actuaciones públicas. Y me hizo gracia que TV3, la televisión oficial catalana, aprovechara un momento de su presencia televisada en la manifestación de París (iba en una tercera fila, la de los alcaldes y algún ministro, tan digna como la de los presidentes y cualquiera de las que formaban esos casi dos millones de personas) para colocar el rótulo que decía «decenas de líderes mundiales en la marcha de Paris». Pequeñas vanidades que terminan volviéndose contra uno porque el hecho tuvo una gran repercusión no exenta de cierto cachondeo en las redes sociales. Pero así va el mundo: se empieza con la intención de escribir una columna sobre algo y luego se habla de otra cosa; Artur Mas, que estoy seguro fue a París para defender la libertad de expresión, terminó siendo objeto de comentarios humorísticos en los enredos de la red.
Andrés Aberasturi