Hemos llegado a un punto en que el asesinato al detalle apenas suscita interés y, desde luego, no llama la atención. Hay que sumar muchos cadáveres y elegirlos cuidadosamente, porque si la matanza ocurre en lejanos países orientales o africanos el horror que produce el acto es perfectamente descriptible. Ahora bien, si eliges un semanario, un periódico, un medio de comunicación, y superas la decena de víctimas, y esto no lo haces en un pueblo de Pakistán, sino en el centro de París, entonces, la repercusión está asegurada. La sociedad occidental no es muy fácil de sorprender. Si se ha acostumbrado a los impuestos confiscatorios y a recibir la atención telefónica de un robot, ante cualquier reclamación, ya está preparada para casi todo. Si hemos suprimido la leche materna por la de laboratorio, y la comida sana por los potitos y sus conservantes, o sea, si hemos renunciado por comodidad a alimentar bien a nuestros hijos y a privarles de las armas inmunológicas, pocos horrores nos pueden producir espanto.
Incluso el degollamiento frente a la cámara de vídeo ya no es lo que era, y presumo que tendremos en el futuro torturas en directo, esas imágenes que los tontos contemporáneos se pasan unos a otros por sms, mientras están en una cena, en un concierto o en el puesto de trabajo.
Lo último es enviar a una tierna niña de diez años, con un cinturón de bombas ocultas bajo la túnica, a que se reviente su cuerpo y destroce el de las personas que están a su lado. Lo último es que la niña no va engañada, porque su amante madre y su amantísimo padre se han encargado de informarle de que ese momento es el que le permitirá ir al paraíso y encontrarse con el Profeta. Parece que el padre, la madre, y el imán que termina de convencer a la niña, son tan generosos que ellos reprimen sus irrefrenables deseos de sacrificarse y, de momento, enviar a su hija. Tras conocerse la «hazaña» de la pubescente, la familia tiene el prestigio de la aristocracia moral, y se les observa con respeto.
Esta refinada crueldad es la que llama la atención, porque en Occidente, a lo más que se ha llegado es a entregar las hijas a un pederasta, que las viola, pero al menos no las mata. No está bien, pero la niña, destrozada psicológicamente, al menos se gana la vida…. dentro de una refinada crueldad.
Luis del Val