Los gobernantes, nacionales o autonómicos, tienen fiebre por hacer leyes. Parece como un termómetro de su eficacia. No importa tanto que sean buenas leyes, ni que sean necesarias ni que hayan sido discutidas y debatidas con los que las van a sufrir ni que estén pensadas para durar. Importa hacer leyes. Cuantas más en una Legislatura, mejor. Lo que sucede después, con la aplicación -y no sólo con los reglamentos que los propios gobernantes utilizan para adecuar las leyes a sus propósitos- importa mucho menos. Dicen los expertos que toda ley debería llevar una memoria normativa -qué leyes modifica, que leyes anula, qué preceptos de otras leyes se ven afectados- sino también una memoria económica: qué impacto va a tener esa ley, qué dineros son necesarios para su aplicación y de dónde van a salir.
La memoria normativa va siempre con la ley de turno o cerca de ella. Otra cosa es si es completa y ha sido bien elaborada, pero generalmente sí. Otra cosa es la memoria económica, que los gobernantes eluden siempre que pueden. O, lo que es peor, que se hace para cubrir el expediente, pero que no tiene que ver nada con la realidad. Lo importante es poder poner en el activo que se ha hecho la ley, aunque sea de imposible cumplimiento porque no hay presupuesto o porque el dinero lo tienen que poner otros -las autonomías con competencias transferidas, por ejemplo- con las que no se ha negociado ni la ley ni los recursos. Eso sucede, casi siempre, con las leyes educativas. El Gobierno fija los cambios, pero no pone los recursos y las autonomías no las aplican. Hecha la ley, hecha la trampa.
Pero lo que me parece mucho más grave es que ninguna ley lleva implícita en ninguna disposición transitoria o final la obligación de que se evalúe el impacto de la misma a un año o a dos años o a cinco, por ejemplo. Bien está que se haga una ley si se ha detectado un vacío normativo, pero debería ser obligatorio que un grupo de expertos, a ser posible independientes, analizara si la ley ha servido para corregir lo que estaba mal o para mejorar algo o si, por el contrario, las cosas están peor de lo que estaban y los ciudadanos las sufren. Los legisladores deberían estar obligados a someterse a la prueba del algodón. Y debería haber, además, una brigada de limpieza, encargada de eliminar las leyes obsoletas o inútiles. La selva legislativa no es un síntoma de democracia sino de ineficiencia.
Lo mismo debería suceder con todos los proyectos que buscan poner en marcha políticas concretas de empleo, de incentivación de cualquier actividad. Los gobernantes ponen en marcha planes a los que destinan millones de euros, pero casi nunca rinden cuentas de los resultados. Nadie evalúa lo que se ha gastado, lo que ha producido, las personas que lo han recibido o por dónde se ha ido el dinero. Eso es lo que favorece la corrupción. Un dato: en los últimos veinte años se han gastado 140.000 millones de euros en políticas activas de empleo. ¿Alguien tiene dudas de que hemos despilfarrado ese dinero? No es difícil medir objetivamente los resultados. El problema es que los que deberían hacerlo no se dejan.
Francisco Muro de Iscar