Hay pocas cosas tan evocadoras como el aroma de una taza de chocolate recién hecho. Uno se encuentra algo decaído en el frío de estos días tan cortos, con ganas de casi nada, cuando el reconfortante sabor del chocolate le despierta de repente todos los sentidos. Los recuerdos se agolpan de repente. Unos de hace muchísimos años, cuando los inviernos en Madrid eran rigurosos y se prolongaban hasta pasada la Semana Santa. En aquel tiempo, a pesar de los charcos helados en las aceras, los niños iban siempre con pantalón corto. Una gota perenne amenazaba a cada rato con caer de aquellas pequeñas narices casi congeladas. Por todo remedio, las madres imponían unas manoplas de lana a juego con los verdugos que, en cuanto se salía a la calle, los menores de catorce años debían llevar puestos.
En las casas de la España de aquel entonces el chocolate se preparaba para merendar. Cierto es que no era, ni mucho menos, el de mejor calidad del mundo. Eran años de largas miserias y de estrecheces constantes. Por eso, el producto que en las tiendas de ultramarinos vendían como cacao se mezclaba con vaya usted a saber qué substancias para darle, no con demasiado éxito, una consistencia y textura que recordase la del auténtico chocolate, del que tan sólo los abuelos tenían memoria. Aun así, y a pesar de estar demasiado aguado, mojar una galleta en aquel líquido oscuro era una sensación fantástica, mucho más memorable que la evocada por Marcel Proust con su famosa madalena.
Las tazas de porcelana blanca algo descascarilladas, la jarrita a juego y los inevitables vasos de agua formaban parte inseparable de ese rito que se repetía muchas tardes. Se acompañaba con bizcochos secos, o con humildes galletas maría. A veces también con picatostes o incluso con los llamados sequillos, que tal vez sólo sobreviven en la memoria colectiva gracias a las páginas geniales de Joan Perucho.
El chocolate que se tomaba fuera de casa no era, ni mucho menos, de mejor calidad. Había varios lugares que gozaban de mejor aunque quizás inmerecida fama, como la churrería del callejón de San Ginés, donde el olor a frito hacía que se diluyera el poco aroma que despedían las tazas de chocolate. También era famoso el de las cafeterías Manila, de tan evocadores recuerdos coloniales, sobre todo el de la calle de Juan Bravo.
Pasados muchos años, uno fue descubriendo el sabor del verdadero chocolate. Resultó no tener nada que ver con el que de chiquillo había conocido. Sin embargo, el recuerdo que a uno le asalta cuando al cruzar frente a una chocolatería de repente le llega ese incomparable aroma del chocolate caliente, no es el de las magníficas marcas belgas o el del extraordinario producto que Claudio Corallo cultiva en sus fincas de São Tomé y Príncipe, sino el del antiguo y humilde chocolate a la taza que se preparaba en casa.
Ignacio Vázquez Moliní