En un interesante artículo publicado en El País el 7 de diciembre pasado, el historiador José Álvarez Junco desmitificaba la Guerra de Independencia, denominación que prevaleció sobre otras quizás más adecuadas. Subrayaba Alvarez Junco como se enfrentaron en nuestro país Francia e Inglaterra no siendo esa guerra fruto de un levantamiento nacional contra Napoleón sin fisuras. Como en todo territorio ocupado, los españoles se dividieron entre los que optaron por la resistencia y ayudar al inglés y los que apoyaron a José I. Muchos entendieron entonces, y entienden también hoy en día, que con las bayonetas de su hermano Napoleón el apodado “Pepe Botella” traía asimismo la modernidad del momento pues modernidad fueron los frutos de la Revolución francesa aunque sucumbiera en ese momento a la dictadura bonapartista.
Álvarez Junco lo comparaba con Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces los alemanes y los aliados se enfrentaron en suelo galo mientras los franceses, en metrópoli y colonias, se dividían entre unos y otros, entre la Vichy de Pétain sometida a la ocupación de la Alemania nazi y la Francia libre y patriótica de De Gaulle, exiliado en Londres. Lo que pasa es que en este caso es evidente que la modernidad no estaba con el ocupante. Nazismo y fascismo son abominables. En el pasado España y Francia pelearon en Italia, oscilando los italianos entre una y otra, como el Papado, pero no está claro donde estaba entonces la modernidad. Españoles y franceses teníamos esencialmente una disputa geoestratégica y no ideológica. En tierras de los Países Bajos y del Imperio Germánico sí lo fue y luchamos contra los innovadores del momento, los protestantes. Ellos representaban la modernidad y nosotros la ocupación aunque el soberano fuese común. Fruto de ello fue una división geográfica en esas tierras entre protestantes y católicos que hoy perdura.
En los tiempos actuales las ocupaciones han producido resultados diversos dependiendo del tipo de ocupación y de ocupados. En las ocupaciones de Alemania occidental y de Japón tras la Segunda Guerra Mundial se produjo una modernidad con la asunción por los derrotados de los postulados democráticos occidentales. El patriotismo no tuvo que regañar con la modernidad. En cambio en la Alemania oriental y en los demás países ocupados en Europa por la Rusia comunista se puede asimilar patriotismo con resistencia a la ocupación soviética.
Patriotismo y modernidad van, pues, a veces de la mano y otras no. Sin embargo quizás se pueda estimar que muchas veces las resistencias patrióticas, sin perjuicio de representar la modernidad o la reacción, prevalecen. El Patriotismo puede fundirse íntimamente con el nacionalismo y juntos arrastran a muchos que se oponen a lo que viene de fuera con o sin imposición. La modernidad interpretada con nuestra mentalidad democrática occidental nos parece portadora de valores superiores. Sin embargo esa modernidad se topa a veces con dos obstáculos formidables. Por una parte, culturas tradicionales locales que pueden resistirse a aceptar un modernismo extranjero, lo que es comprensible aunque no sea forzosamente acertado. Por otra, la imposición de nuestra modernidad a punta de bayoneta es difícilmente convincente.
En las operaciones de imposición o mantenimiento de paz por parte de países occidentales hay una tendencia lógica de ofertar nuestra modernidad. Buenas intenciones apostólicas que, sin embargo, en estos casos debieran más sugerirse que imponerse. Lo que otras sociedades no absorban por las buenas y convencidas no suele durar y ello tampoco conviene. La dificultad está también en que las opiniones públicas occidentales se resisten a apoyar y sufragar intervenciones necesarias para la seguridad si no prevalecen nuestros valores. Lo hemos visto en Afganistán cuando se exigía, por ejemplo, una igualdad de género que la cultura local no facilitaba. En el Pakistán colindante la Premio Nobel por la Paz en 2014, Malala Yusafzay, fue tiroteada con quince años por ir a la escuela. La paradoja llega cuando unas mujeres afganas se quejan de no poder salir de su domicilio y socializar con otras yendo a la fuente del pueblo porque tienen agua corriente en casa. Por otra parte vemos como en Europa chocan nuestras costumbres, y hasta necesidades de seguridad, con pudores religiosos femeninos que cubren sus rostros en los lugares públicos. En piscinas municipales algunos musulmanes o judíos ortodoxos obtienen horarios solo para mujeres. En España en medios católicos conservadores católicos asistimos a un resurgir de la educación segregada, incluso con apoyo público.
No debemos renunciar a fomentar en todas partes nuestros valores pero conviene más convencer que imponer, optando por transformar pacientemente. La Alianza de Civilizaciones adoptada por la ONU en 2007 a propuesta española, siendo Presidente del Gobierno Rodriguez Zapatero, es un buen instrumento para ello. El gobierno español debiera jalearla más después de haberla instrumentalizado para llegar al Consejo de Seguridad de la ONU.
Carlos Miranda
Embajador de España
Carlos Miranda