Déjeme, por favor, enfocar el pringoso asunto del cese de Tomás Gómez como secretario general de Madrid y su defensa numantina –y no demasiado elegante, me temo– del puesto, desde una óptica creo que inédita: la tranvíamanía. No pienso, la verdad, que el exalcalde de Parla se metiese un solo euro en su bolsillo particular como consecuencia de los sobrecostes del famoso tranvía –ocho kilómetros– Parla-Parla. Sí creo, en cambio, que Gómez, de quien jamás pensé que fuese un estadista, aunque sí una persona recta, se contagió del virus de la tranvíamanía, temible enfermedad que ha afectado a no pocos regidores municipales en los últimos años.
Gómez se contagió del virus de la tranviamanía
Consiste la tranvíamanía, a veces coincidente con otros males, como la centrodeportivomanía o la centroculturalmanía, en cerrar durante años el centro de la ciudad, provocando innumerables molestias a los peatones y automovilistas, para instalar un carril por el que discurrirá El Tranvía, presunta solución a todos los males. Puede que, al final, los ocho kilómetros de tranvía salgan mucho más caros de lo presupuestado, sin contar con los quebrantos múltiples a los viandantes. Y puede que, también al final, se compruebe que el dichoso tranvía no servía para gran cosa, al margen de obstaculizar el tráfico rodado, lo que constituye una verdadera obsesión para ciertos munícipes: guerra al automóvil privado. Claro que tampoco en los centros culturales que pueblan nuestras ciudades se imparte gran cosa que tenga que ver con la cultura, ni en los polideportivos se practica mayormente el polideporte, así que para qué iba el tranvía a resolver los atascos en lugar de crearlos.
A mí me parece que lo que le ha sucedido a Tomás Gómez, además de su mal talante y de su escaso encaje político –no parecía estar muy bien asesorado, la verdad–, cosas que le hacían aparecer como claro perdedor en todas las encuestas, es que ha acabado la era del tranvíamanía. Y ahora hay que pagar, también políticamente, tanto faraonismo, tanto ayuntamiento con despachos como plazas de toros, tanto aeropuerto innecesario, tanta pista de paddle sin jugadores, tanto despilfarro en farolas merced a planes E variados y siempre demenciales. Más que corrupción, estas manías lo que fueron es un derroche hortera y manirroto al calor de la burbuja inmobiliaria, como si las burbujas nunca pinchasen. Puede que Tomás Gómez sea de la generación de Felipe VI y solo cuatro años mayor que Pedro Sánchez, pero su época ya había pasado. Y él, sin enterarse.
Fernando Jáuregui