En estos tiempos algo necrófilos, en los que todo el mundo anda de cabeza revolviendo osarios para identificar los restos de algún cadáver ilustre, quiere uno recordar un excelente libro aparecido hace ahora un siglo. Se publicó precisamente para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Como uno es ingenuo, piensa que en lugar de dedicar tantos esfuerzos vanos en comparar tibias zambas, analizar costillas rotas y certificar la ausencia de falanges, tal vez sería bueno reservar un poco de energía para que las nuevas generaciones descubran ese extraordinario libro que es El licenciado Vidriera, visto por Azorín, obra maravillosa dedicada “a la memoria dilectísima de don francisco Giner de los Ríos, maestro que ha dejado tras sí un reguero de luz”.
Quién sabe si alguien, situado en las esferas adecuadas, no sólo se anime a releer sus páginas eruditas a la vez que entrañables, sino que además decida celebrar el centenario de este libro. La primera edición se imprimió el 14 de agosto de 1915, publicada por la Residencia de Estudiantes. Luego, ya después de la guerra civil, el propio Azorín cambiaría el título –Tomás Rueda – creando así no poca confusión, y también algo de leyenda, sobre el origen de un libro que a lo largo de estos cien años muy pocos han sabido cómo clasificar.
Para mayor equívoco literario, algunos críticos defienden que se trata de un ensayo. Otros, indignados, aseguran que en realidad es una novela. Los menos, recurriendo a una imagen muy cervantina, defienden que es una mezcla de ambos géneros. El libro de Azorín, de esta manera, no sería ni yelmo de caballero andante ni bacía de barbero. Como hubiera dicho el buen Sancho Panza, se trata de una narración baciyélmica en la que un narrador reflexiona sobre la obra de Cervantes, narra las aventuras de Tomás Rueda y mantiene con éste jugosos diálogos de cuya lectura se sale con no poco provecho.
Escribe Azorín pausado y es con igual calma que debe leérsele. Cree uno que en este libro la frase siempre certera alcanza niveles de maestría irrepetible. Conocedor de todas las palabras, – cachicán, aljofifa, tegenaria, alhorín – el maestro escoge cada una con un primor inigualable, con ese sosiego hoy desaparecido que articula un párrafo perfecto, luego otro, y otro más, hasta al fin completar el libro con una frase irrepetible: “Hay en el ambiente como una tregua al meditar”.
Ignacio Vázquez Moliní