Costó bastante tiempo que la modestia de clase o la falta de recursos económicos fuera un elemento que discriminara al individuo. Bueno, costó siglos, y todavía anida en la alta burguesía una cierta desconfianza hacia los que no son ricos.
Me contaba en una comida José María Aguirre Gonzalo -que fue presidente del antiguo Banesto durante 13 años- que un día iba en compañía de su madre y un señor, al cruzarse, alzó el sombrero para saludar, y el entonces niño preguntó quién era. Su madre llevó a cabo un resumen muy de la época, y le informó a su hijo con un escueto tiempo verbal: «trabaja», es decir, alguien sin relevancia social. Su hijo José María fue testigo y no me permitiría que mintiera.
Recuerdo esta anécdota que don José María narraba con un gracejo pausado y seductor, porque me acabo de enterar, a través de un reportaje publicado por Emilia Landaluce, que el candidato de Podemos a presidir la autonomía extremeña es un licenciado al que se le ha acabado el paro, y manifiesta con orgullo que en su casa no entra el jamón, y que debe el recibo del alquiler y el de la luz.
No es que yo sea un calvinista fanático, de los que consideran que las personas que tienen talento para enriquecerse son gratas a los ojos de Dios, pero tampoco me parece muy solvente que dirija los destinos de los extremeños una persona que a los 33 años no ha sabido encauzar su vida, y hacerse un mínimo hueco de supervivencia. Si no ha sido habilidoso para arreglar su vida laboral, que debe importarle más que cualquier otro asunto ¿por qué vamos a suponer que tendrá habilidades para arreglar la vida de los extremeños? Está bien, que el poder sea interclasista, y que ser funcionario o trabajador no impida alcanzar jerarquía política, pero no creo que ser pobre casi de solemnidad pueda considerarse un mérito. Si fuera así, conozco a mendigos muy simpáticos que podría proponer para alcaldes.
Luis del Val