miércoles, octubre 9, 2024
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La historia es conocida: un político gana las elecciones en un momento de crisis económica e, inmediatamente, empieza a hacer recortes que afectan profundamente a la calidad de vida de los ciudadanos, recortes que, por supuesto, no figuraban en su programa electoral.

Aunque bien podría ser el caso, no, no se trata de Mariano Rajoy.

En esta situación, y como el nivel superior de Gobierno no atiende su exigencia de una mejor financiación para su comunidad, decide romper la baraja y empezar a preparar el terreno para la secesión. Una secesión convenientemente enmascarada –nada de hablar de independencia, no vaya a ser que la ciudadanía se asuste–, sin explicar las consecuencias de la misma de llegar a producirse, como la expulsión inmediata de la comunidad supranacional en que se integra el estado del que esta comunidad forma parte.

Dado que en la calle ha ido tomando fuerza el movimiento soberanista, ante el inmovilismo e inoperancia del Gobierno central decide que es buen momento para convocar elecciones y tratar de capitalizar ese sentimiento de incomodidad, de desafección, de agravio. Pero lejos de otorgar la victoria arrolladora soñada y reclamada, las urnas dan un varapalo, una pérdida sensible de votos y escaños. Debilidad donde había fortaleza. Jugada nefasta.

¿Qué hacer? ¿Analizar lo sucedido y cambiar de rumbo? Todo lo contrario, pisar el acelerador para subvertir el marco constitucional existente mediante una pseudoconsulta para la que no se tienen competencias en que la parte se pronuncie sobre el todo de forma sesgada. Pero como lo hecho es ilegal, resulta anulada.

Con tan pobre resultado, una creciente división social y el abandono constante de otras fuerzas políticas no dispuestas a seguir participando en la deriva hacia ninguna parte, ¿acaso no habría que replantearse la finalidad que se persigue? ¿Acaso no debería ese líder político plantearse su retirada ante la acumulada sucesión de fracasos? Todo lo contrario, decide que hay que ir un paso más allá: elecciones con carácter plebiscitario y candidatura “de unidad” para la secesión unilateral. Lo único que importa es que la rueda siga girando. Lo que importa es el proceso por el proceso.

Y en esas estamos en estos momentos.

Tras dividir a la sociedad y dinamitar a su propia federación, Artur Mas, un hombre más preocupado por su lugar en la historia que por el presente de la ciudadanía catalana, ha logrado sacar adelante su último órdago: una lista conjunta –que no unitaria– con que presentarse a las elecciones para declarar la independencia en caso de ganarlas.

Golpeado por los escándalos que afectan a su partido y sin balance de gobierno digno de tal nombre, Mas ha buscado esconderse detrás de nombres y rostros menos quemados que el suyo con el único afán de intentar retener el poder y blindarse como presidente justo cuando ya no le queda crédito político que ofrecer a la ciudadanía.

En realidad, Mas y el resto de compañeros de deriva no han pactado una lista de unidad, sino un trampantojo elaborado con los restos del naufragio de la marea independentista mediante el cual Mas pretende salvarse a costa de los demás. No han lanzado un salvavidas al proceso de independencia, han lanzado un salvavidas a Mas y Convergencia.

Nadie niega ni a Mas ni a ningún ciudadano su derecho a defender la independencia de Cataluña. Lo que se le exige es que lo haga por los cauces legales, sin tomarse a la ligera las normas que rigen nuestra convivencia y aseguran nuestras libertades democráticas. De lo contrario, se abandona el terreno de la legalidad democrática para adentrarse en el terreno de la arbitrariedad antidemocrática.

Como señaló el Tribunal Constitucional en su pronunciamiento sobre la declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña, “no existe un núcleo normativo inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional”. Pero ahí está la clave: el respeto a los procedimientos, a la legalidad, a las normas de convivencia. Algo que en todo este proceso y en la única propuesta de esa candidatura –la declaración unilateral de independencia– brilla por su ausencia.

A eso ha condenado Mas a la ciudadanía catalana: a la confrontación, interna y externa. Tanto que hasta le traiciona el subconsciente, como la semana pasada en su reunión con el rey: solo acude en son de paz quien se considera en una guerra.

¿Y enfrente? Enfrente Mariano Rajoy, un señor para quien los problemas no existen si no se nombran o se solucionan con solo apelar al cumplimiento de la ley, justo lo que pretenden conculcar los integrantes de la candidatura secesionista.

Es obvio que hay que aplicar la ley e impedir cualquier movimiento que pretenda sortearla o conculcarla. Como lo es que con eso no basta. Por tanto, presidente, déjese de registrar la realidad y haga algo por cambiarla. Si para algo está la política es, precisamente, para buscar soluciones que hagan posible la convivencia.  

Lamentablemente, cada vez es más evidente que no hay solución posible mientras al frente de ambos gobiernos sigan los mismos que hasta ahora se han dedicado a agrandar la brecha. Afortunadamente, los ciudadanos tienen cada día más cerca la oportunidad de relevarles de sus puestos.

José Blanco

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