Lo siento, pero no me encontrarán entre quienes predican soluciones duras, firmezas contra viento y marea, manos de hierro en guantes de acero. No quiero -parece que el Gobierno central tampoco, laus Deo- ni suspensiones de autonomías, ni manejos en la oscuridad de dossieres que desacreditan -a los tribunales es a donde hay que llevar los casos de corrupción que puedan probarse–, ni revanchas hacendísticas. Creo que el diálogo, ahora que se cumple un año de la ruptura de contactos entre Rajoy y Artur Mas, siempre es posible. Ahora, cuando parece que todo está hecho añicos, más que nunca.
Creo que el diálogo, ahora que se cumple un año de la ruptura de contactos entre Rajoy y Artur Mas, siempre es posible.
Lo digo también, por ejemplo, por las sanciones a la pitada al himno nacional en el Camp Nou cuando la final de la Copa del Rey. Ha habido multas para todos: para el equipo local, para el visitante, para esa Federación de Fútbol que tan traumáticamente está dirigida. Solución salomónica: todos a pagar por un acto que a mí personalmente me parece abominable, antideportivo, mal educado, pero creo que no sancionable. Hay que acostumbrarse a las manifestaciones de repudio que a veces no son sino jolgorios colectivos de sal gorda y escasa cultura: nada pone más a las masas que la transgresión cuando la culpa por burlar lo prohibido no recae sobre uno solo, sino sobre un conjunto que hace imposible que a mí, Fulano de Tal, me caiga el puro; hala, que multen a la Federación, que bastantes culpas tiene, y al Athletic, que anda allá por Bilbao, y al Barça, que es más que un club, como dicen los muy pedantes. Y yo, a silbar al himno, al Rey, a lo que haga falta. Y, si la cosa cae a mano, a insultar a las puertas de los juzgados al primer imputado, o no imputado, que pase por allí listo para el ajusticiamiento de telediario.
Y entonces viene la pomposamente llamada Comisión Permanente de la Comisión estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte y dicta sentencia en forma de sanciones económicas que todas las partes pueden pagar cómodamente: una pitada bien vale ciento veinte mil euros, qué diablos. Lo malo es que en los ámbitos secesionistas que tan gratos son a los rectores del Barça el castigo se toma como una provocación que llega 'de Madrid'. Lo malo es que en Euskadi, lo mismo. Y que el presidente de la Federación seguirá, presumiblemente, siendo el mismo que en las últimas dos décadas. Pero lo peor es que tenemos la seguridad de que, el año próximo, como la final no se organice en Canarias, y aun así, el espectáculo se repetirá.
Los códigos están para respetarlos. Y, así, ocurre que ni la Constitución -con varios artículos ya desfasados–, ni la LOMCE, ni la muy polémica ley de Seguridad -o mordaza–, ni las normas de la Comisión Permanente de la Comisión esa, ni, ya que estamos, las instituciones, el himno, la bandera, la unidad territorial, tienen el acatamiento que habrían de tener para conseguir un razonable funcionamiento de eso que se llama Estado, y que resulta ser España. Pero no será con patadas económicas como se resolverán las pitadas, ni con porras policiales se solucionarán situaciones que están petadas. Lo que está ocurriendo en este país nuestro, desmoralizado pese a los positivos signos económicos, es, lo sé, un enorme dislate: somos una gran nación y nos constituimos en piquetes de demolición, porque todo nos importa un pito. O una pitada. Qué putada.
Fernando Jáuregui