Es una liturgia antigua: el 31 de julio se cierran las ciudades sobre sí mismas para esperar el retorno de sus moradores en septiembre. Carteles en las puertas de los comercios comunican lo que ya se sabe: se abre el paréntesis en el que hay que esperar para cualquier asunto porque todo el que puede se escapa al mar, a la montaña o a donde su bolsillo se lo permita. Muchos vuelven al pueblo para comprobar que sus raíces siguen bien amarradas a la tierra. Y de que sus patatas podrán volver a sembrarse.
En Madrid, la mitad de los taxis no pueden trabajar ni circular en la primera quincena de agosto. Y el día 15 se produce el relevo. Apenas hay tránsito por las calles; los bares y los restaurantes que permanecen abiertos reciben a los parroquianos con aire de complicidad, porque muchos se quedan en la ciudad para disfrutar de las dimensiones que debiera tener con los habitantes que de verdad caben.
La política también se esconde en agosto porque sus protagonistas se escapan del calor y buscan la calma en un intento vano de continuar siendo humanos.
No se quieren dar por enterados o no quieren que los ciudadanos sean conscientes de que fuera de España también estarán fuera de la Unión Europea.
Este año la diáspora tiene connotaciones de pánico. En septiembre, el 27, Cataluña celebra algo parecido a unas elecciones autonómicas en las que se pretende repetir el fenómeno del 14 de abril en toda España, que se acostó monárquica y se levantó republicana. Ahora, algunos catalanes, bastantes, pretenden levantarse independientes. El silencio sobre el verdadero reto permanece oculto detrás de unos dirigentes que pretenden pasar a la historia como héroes de una patria que quieren tejer a su medida, a la de sus intereses. No se quieren dar por enterados o no quieren que los ciudadanos sean conscientes de que fuera de España también estarán fuera de la Unión Europea. Tendrán que inventar una nueva moneda y sus fronteras tendrán aranceles para exportar sus productos. Casi todos los sueños son imposibles, pero sobre todo tienen un precio. Y este capricho es tan caro que no habría con quien pagarlo.
La política en Cataluña está en vacaciones perpetuas. Un agosto interminable en la que los problemas no encuentran solución porque ni siquiera se plantean. Todo se ha convertido en sentimientos caducados en su formulación actual porque en todas partes se resolvieron como muy tarde en el siglo XIX.
Los nacionalismos son expresiones de un populismo anclados a una historia que muchas veces ni siquiera es cierta; son como los contratos de Groucho Marx: si no sirve, se cambia por otra confeccionada a la medida.
La historia está llena de ejemplos en que muchos ciudadanos pierden la razón porque la aprietan debajo de sus sentimientos impostados por intereses de élites hasta que deja de existir. Entonces, en la locura colectiva, se formula como proyectos lo que solo son sueños, tan caros que solo se pueden pagar con la tragedia. Esta es la esencia del agosto catalán que ya dura demasiado.
Carlos Carnicero