Cuando, dentro de horas, Rajoy convoque las elecciones generales para el 20 de diciembre, no solamente se habrán disuelto las cámaras legislativas; es mucho más lo que se va disolviendo poco a poco, o quizá no tan lentamente. Todo habla de una nueva era que se nos echa encima sin aguardar siquiera a esa fecha, 2020, en la que tanto las Naciones Unidas como la Unión Europea y no pocas instituciones y programas económicos han fijado la culminación de una serie de reformas y evoluciones: de hecho, la galopada ha empezado ya y nada volverá a ser como fue, casi nada estará como estaba, cuando concluya la Legislatura próxima, profetizo que allá por 2018, porque me parece, y a muchos les parece, que será corta a fuerza de reformista y de pactos regeneracionistas.
Por ejemplo, no estarán ni Artur Mas ni muchos de los rostros que ahora ocupan portadas o páginas interiores de los periódicos. Por ejemplo, la Constitución y algunas instituciones habrán experimentado muchas y profundas modificaciones. Y las estructuras de los partidos no volverán a ser, no podrán volver a ser, las mismas que afrontan estos comicios de fin de año. Hablo, sin ir más lejos, del espectáculo que nos están dando con las listas.
Y no me refiero solamente, no, a la forzada entrada de Irene Lozano en la candidatura socialista de Madrid, todo un escándalo para muchos notables en el PSOE, según he constatado personalmente, ni a los manejos de Carme Chacón vetando e imponiendo nombres en las listas del PSC. Ni me refiero a lo que están haciendo Mariano Rajoy y sus muy cercanos con 'sus' listas, manteniendo –cómo le gusta eso al presidente del PP y del Ejecutivo– en la incertidumbre y a la expectativa incluso a algunos de 'sus' ministros. El dedazo sacrosanto se impone, al fin y a la postre, en todas las formaciones políticas, pero en algunas, hay que decirlo, más que en otras.
El dedazo sacrosanto se impone, al fin y a la postre, en todas las formaciones políticas, pero en algunas, hay que decirlo, más que en otras
Y de los programas electorales, ¿qué? Pues que yo no he visto ni oído ninguna idea sorprendente en los futuros programas, cuando ya solamente faltan cincuenta y cinco días para que acudamos a las urnas. Cincuenta y cinco días en los que las encuestas, los debates sobre los debates, los mítines más o menos poblados, las declaraciones rimbombantes y las contradeclaraciones ídem, van a protagonizar nuestras vidas.
Me gustaría equivocarme y asistir a un auténtico 'debate de ideas', que es lo que se reclama desde algunos medios y es lo que piden algunos pensadores y críticos de nuestro nivel democrático, que estos días se lamentan de los escasos avances en el terreno de la calidad democrática que se han registrado en estos últimos cuatro años, aunque lo mismo podría decirse de los últimos catorce; ni siquiera fue posible rematar el hilvanado acuerdo para reformar el Senado, una de las anomalías más perceptibles de nuestra democracia y que ahí sigue, tan campante, como fórmula para alojar a los elefantes caídos de la primera línea política.
Claro, no me extraña que a nadie le guste que le recuerden pasadas promesas (siempre incumplidas, por supuesto) de imponer por ley la limitación de mandatos. O el desbloqueo de las candidaturas electorales. Para qué todo eso, si nos va bien –a algunos, demasiados, españoles no tanto– en la economía. Y si la clase instalada o emergente puede seguir en lo suyo, en lo mismo, otros cuatro años.
Bueno, quizá excepto en Cataluña, donde el follón es cada día mayor y se contempla con una increíble parsimonia en el resto de España: ya se arreglará, la independencia es imposible, una mayoría de catalanes no la quiere, Mas no será president jamás, porque ha quedado como un amparador de chorizos… Así que para qué preocuparse. Esa es, créame usted, la filosofía que impera en no pocos despachos de quienes dicen que quieren representarnos, o ya lo están haciendo. Y, no obstante, es de temer que a lo largo de 2016 vamos a oír hablar mucho de los dislates políticos en Cataluña, donde todo va a peor.
El caso es que, guste o no a algunos, o a muchos, la etapa regeneracionista ya se ha iniciado. Ya sé que no es esto precisamente lo que dirá Mariano Rajoy cuando este lunes haga balance de la Legislatura, una de las más improductivas políticamente que yo recuerdo, aunque haya que atribuir méritos a nuestros gobernantes –y a los de fuera…– en el terreno de los avances, o consolidaciones más bien, económicos.
Ni cuando, por la noche, le entrevisten en Televisión Española. Apuesto por que el presidente y aspirante a lo mismo insistirá en lo bien que va todo gracias a él y, si todo va bien, para qué andar cambiando y todos esos líos que se montan todos los demás, que lo único que quieren es pisar moqueta en La Moncloa. ¿Volverá, ay, a equivocarse el hombre que más poder político ha tenido, y tiene, en la España que inició una nueva trayectoria tras Felipe González, con José María Aznar?. Hay quien dice que Rajoy parece empeñado en perder las elecciones, pese a sus paseos electorales, paellera en mano. Para mí, ahora, lo importante no es tratar de averiguar quién perderá, aunque sea ganando en votos, sino quiénes, y cómo, y para qué, van a ganar. Sigamos atentos a la pantalla, que el espectáculo continúa.
Fernando Jáuregui