La edad política de España ha retrocedido. De golpe, España se ha hecho más vieja. La edad biológica del país no se corresponde con su edad política, los ciudadanos, en general, van muy por delante de los políticos. Ni la edad económica. Los políticos regionales quieren sus Estados, con sus embajaditas, ejércitos, funcionarios y banderas.
Cuesta trabajo comprender España hoy. Tras unas décadas de progreso, de mente liberal y tolerante, en que logramos pasar de una dictadura a una sociedad más abierta, volvemos a caer en el pasado.
El nacionalismo catalán, ese residuo romántico, vuelve a la palestra. Los partidos políticos más antiguos, así como los sindicatos, también están anquilosados. Todo parece decimonónico, el nacionalismo, estilo Von Savigny, los sindicatos, con su lucha de clases, y algunos partidos, sin ideas. Hasta los grupos que se precian de modernos han vuelto a Marx y a sus errores históricos, demostrados en la URSS, Cuba y demás fatales experiencias.
Mientras, no damos respuesta a los verdaderos problemas del siglo, como la extinción paulatina del Estado de bienestar, que hará aguas, como ya pronostican, entre otros, Adrian Wooldrige, de The Economist o Martin Wolf, del Financial Times. O como la educación, que se reduce a saber en qué lengua se debe impartir y no lo que se enseña, con la nivelación por lo bajo como objetivo. Es también secundario si los alumnos aprenden a comportarse con ética del trabajo, con carácter, si se les aficiona a la cultura. Del abismo digital y de comunicación de las zonas rurales nadie se ocupa. Por no hablar del clima, del paisaje, del déficit hídrico, la deforestación y desertificación peninsular, de la pérdida de la biodiversidad. O, últimamente, de los problemas de refugiados y desplazados. Para todo eso, los políticos tradicionales callan, no saben y no están a la altura de las circunstancias.
Los políticos están desbordados y los partidos distan mucho de ser lo que Antonio Gramsci llamó el «intelectual orgánico». Nadie discute, todo se hace a golpe de 'barones' (y baronesas), cuyo mismo nombre -como el de 'militantes'-indica la estructura feudal y a-democrática de la mayoría de los partidos.
Los sindicatos, que agrupan a los privilegiados del sector público y de las grandes empresas, tienen una retórica antigua, desfasada, burocrática y aburrida. Son más corporativistas que organizaciones realmente abiertas, modernas, librepensadoras. Con los partidos, comparten el anciano y soviético nombre de comités para los órganos directivos, que no son lugares de debate sino de obediencia y de adhesión inquebrantable.
Tanto sindicatos como partidos son instituciones obsoletas, de otra época, que ya no atraen ni innovan. Sus estructuras nada tienen que ver con la nueva forma de comunicar y discutir, aunque se apunten a twitter y facebook, por pura cosmética.
Pero, en fin, el anacronismo, la «anacronía», es algo muy español. Nuestros anacronismos siempre fueron considerados interesantes para los viajeros del siglo XIX. Eramos el país más orientalista de Europa, más atávico, con bandoleros y gitanos, el más pintoresco. El de Carmen. Todo nuestro atraso, la imagen de los pueblos con burros, con ancianas sin edad, las ruinas de castillos, los eriales, eran pasto de los folletos turísticos.
Y así, la sombra del pasado vuelve a caer sobre España como una losa que nadie se atreve a levantar, ni parece saber cómo hacerlo. Inesperados, vuelven los fantasmas antiguos, los aislacionismos con la salida de la OTAN y de la UE, prolifern los cantonalistas y energuménicos, saltándose las leyes y la Constitución.
Y como en las guerras, nadie gana y todos perdemos.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye