Hace unos días, la sopladora de hojas arrasaba la quietud de la calle un sábado por la tarde. El pacífico, rítmico y monótono barrido de los parques en otoño con escobones de ramas, ha sido sustituido por las molestas sopladoras.
Llega a hora la recogida de la aceituna y el otrora ritmo sordo de las varas contra las ramas de los olivos, es sustituido por los motores de las vibradoras.
El campo ya no es lo que era. La mecanización ruidosa es ubicua. Las motosierras en las podas, las vibradoras, las bombas de riego, por no hablar de los invasivos quats que destrozan senderos y arrasan vegetación, han apagado el canto de los pájaros, los rumores del viento de la tarde, las voces lejanas de los trabajadores.
En la ciudad, ya ni hablemos. Madrid es ruidosa y está orgullosa de serlo. Mientras, el preclaro y políticamente correcto ayuntamiento se fija como prioridad grandiosa, urgentísima, eliminar nombres franquistas de sus calles. Esto, sin duda, va a mejorar mucho nuestra calidad de vida y la felicidad de los ciudadanos.
El que muchas motos vayan casi con escape libre, que los autobuses parezcan tanques por el ruido, que la calle de Velázquez sea una pista de carreras, o que la acústica de los bares y restaurantes de moda sea insoportable y no se pueda hablar, eso no interesa.
El ruido no existe, es una invención de cuatro antiguos. No es una actividad molesta ni nociva
El ruido no existe, es una invención de cuatro antiguos. No es una actividad molesta ni nociva. El ruido se considera sinónimo de animación, de consumo, el antídoto del aburrimiento. Muchas fiestas de pueblos y ciudades españoles consisten, fundamentalmente, en hacer ruido. Y hasta en la Nochevieja se han puesto de moda desde hace años los petardos.
A veces pienso que la palabra silencio debería ser desterrada del diccionario de la Real Academia. Lo mismo que se incluyen palabras, también se podrían eliminar.
Parece que nos empeñamos en mancillar el silencio, la calma de los parques, las calles en calma, las campanadas de los pocos conventos y pequeñas iglesias.
No es ajeno a esta insensibilidad la flaca educación musical en España, que debe ser buscada fuera de las aulas, nunca en los programas educativos de la enseñanza pública.
El paisaje sonoro fue un término acuñado por R. Murray Schafer, cuyo libro debería ser de obligada lectura para todos los responsables de medio ambiente de los ayuntamientos. Existe una excelente traducción española, aunque ha tardado treinta y seis años en ser publicado aquí. Todo un síntoma. Un portugués, Carlos Alberto Augusto, ha seguido sus pasos poniendo de relieve las carencias del paisaje sonoro de Portugal.
En España, por el momento, parece que el paisaje sonoro interesa lo mismo que el físico, es decir, muy poco.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye