Tendría yo unos dieciséis años cuando vi por primera vez “Sueños de seductor”, tan risueña y tan profética. Allen quería ser Bogart y yo no podía dejar de ser Allen, bregando ambos – sin resultados digamos palpables- en las propiedades seductoras del humor. Aún me manejaba en el umbral de la adolescencia pero un inminente destino de galán sin oficio y de mitómano sin remedio se incrustaba en el dintel de mi propia historia.
Woody Allen no dirigió “Sueños de seductor”, pero más allá de su papel protagonista su carisma impregnaba todo el metraje. Fácilmente reconocí después su personalísimo sello en “Bananas”, en “El Dormilón”, en “Toma el dinero y corre”, comedias unánimes en la caricatura y el surrealismo. Y con algunos años de retraso desde su producción descubrí el cine como ademán de belleza de la mano de las delicadas “Annie Hall”, “Manhattan”, o “Broadway Danny Rose”.
Llegaron en los lustros sucesivos piezas más y menos elaboradas, incursiones en el drama, musas de mucha quita y bastante pon, rapsodias en blanco y negro, biografías a pedazos, cantares de Nueva York. Obras diferentes pero únicas en el caudal de ingenio y en el pecado confesable de la cinefilia. Paralelos su cine y mi vida, de la comedia al melodrama y de la ocurrencia a la reflexión. Seguíamos queriendo ser Bogart pero Allen también aspiraba a ser Ingmar Bergman y Federico Fellini y Elia Kazan y Alfred Hitchcock. Y llegaba a ser todos ellos, todos en uno enriquecidos por la pericia de un autor de dos siglos. Woody Allen, el retratista del alma femenina, el capataz de otros genios desde Michael Caine hasta Diane Keaton, el psiquiatra con madera de paciente, el altavoz de Gershwin y de Goodman, el “Zelig” que adopta tu propio rostro cuando le miras.
“Mi segundo matrimonio estuvo marcado por constantes y violentas peleas; vivíamos encima de una bolera, cuyos jugadores no dejaban de quejarse del ruido que producíamos” (“Zelig”, 1983)
Y fueron llegando “Hannah y sus hermanas”, “Delitos y faltas”, “Misterioso asesinato en Manhattan”, “Balas sobre Broadway”, una riada de títulos gloriosos. Como a la mesa de nochebuena y al rito de soplar velas nos arrimamos una vez cada año al parpadeo de su nueva película. Y resulta que un día de estos amanecimos con la noticia de que Woody Allen había cumplido 80 años, como si los señores bajitos y pelirrojos pudieran envejecer.
Y sí, reconocemos que desde la memorable “Match Point” y salvo algunos destellos de “Midnight in Paris” y “Blue Jasmine” la calidad de sus recientes obras es más de casa de comidas que de restaurante de alcurnia. Pero la cocinera nos conoce y vocea amistosamente nuestro nombre y no somos capaces de resistirnos a su receta. Aunque nos abrume la insistencia en los argumentos sobre magos de pacotilla y criminales de ocasión, aunque añoremos los guiones redondos y sin fisuras de tiempos pretéritos, aunque nos sintamos desterrados en el jeroglífico de Roma y en el serrallo de Barcelona, volveremos a sentirnos felices cuando una melodía y un rótulo definitivamente familiares nos den la bienvenida a una nueva película de Woody Allen. Y desde ahora pensaremos que tal vez un día nos falte, que el estreno se difuminará en la retrospectiva, que nuestra piel de coleccionista se vencerá al desconsuelo, que en una ladera del parnaso habrá una sala en sesión continua reservada a quienes hacen del cine un vendaval de ilusiones.
Fernando M. Vara de Rey