sábado, octubre 12, 2024
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Retrato de la España real

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No hay Navidad sin reencuentros familiares. Ni sin discurso del Rey. Este ha pasado a formar parte de la propia tradición navideña y, acompañándole inseparablemente, las reacciones políticas al mismo, diría más, el postureo ante el mismo, tan tradicional como el propio discurso: para algunos no importa lo que diga el Rey, la crítica está servida de antemano, da igual si forman parte del panorama de partidos pre o post 20-D.

No obstante, cabe decir que el discurso de Felipe VI constituye en sí mismo el mejor cierre a la legislatura perdida para España del Gobierno de Mariano Rajoy. Es, sin duda, un gran fresco de esta España achacosa que deja en legado un presidente que no acaba de asumir el resultado de las elecciones y el hecho de que su tiempo ha pasado: como los peces fuera del agua, sigue moviéndose en busca de un aire que las urnas le han negado.

El discurso del Rey pone en la voz del Jefe del Estado el compendio de crisis a las que Rajoy ha conducido a España: la crisis económica, la crisis institucional, la crisis territorial o la ausencia de España en el concierto internacional. Es, por así decirlo, el negativo real de la propaganda oficial.

Cuando el Rey reivindica la mejora de la economía como “una prioridad para todos” y manifiesta el deseo común de lograr un “crecimiento económico sostenido” que permita “seguir creando empleo —y empleo digno—, que fortalezca los servicios públicos esenciales, como la sanidad y la educación, y que permita reducir las desigualdades, acentuadas por la dureza de la crisis económica”, está desnudando al Gobierno de Rajoy y desmintiendo la propaganda oficial.

Sí, es cierto que la realidad macroeconómica está empezando a cambiar. Pero frente a ella está la realidad microeconómica de los millones de personas arrastradas al paro, al empobrecimiento o al precariado: la realidad de los salarios recortados, del encadenamiento de contratos en condiciones paupérrimas, de los trabajadores pobres; la realidad de la degradación de los servicios públicos, del crecimiento de las listas de espera, de la reducción de becas y ayudas al estudio, del despido de médicos y profesores. Realidad, en suma, que no permite “afrontar el futuro y la ilusión por un proyecto de vida hacia el mañana”.

Cuando Felipe VI llama a no olvidar “que la ruptura de la Ley, la imposición de una idea o de un proyecto de unos sobre la voluntad de los demás españoles, solo nos ha conducido en nuestra historia a la decadencia, al empobrecimiento y al aislamiento”; cuando recuerda que “respetar nuestro orden constitucional es defender la convivencia democrática aprobada por todo el pueblo español; es defender los derechos y libertades de todos los ciudadanos y es también defender nuestra diversidad cultural y territorial”, está advirtiendo, sin citarlo, contra el mayor desafío que ha sufrido nuestro país, el secesionismo en Cataluña.

Un desafío que, sin duda, tiene un culpable directo: Artur Mas y sus compañeros de viaje en la deriva ilegal y antidemocrática hacia la declaración unilateral de independencia vislumbrada en la declaración aprobada el mes pasado por el Parlamento de Cataluña. Pero a la cual no ha sido ajeno un presidente, Mariano Rajoy, que no han parado de alimentar las calderas del independentismo tanto en las filas de la oposición –recurso contra el Estatuto, boicot a productos catalanes…– como en el gobierno con su cerrazón a cualquier diálogo político.

Cuando Felipe VI habla de Europa y de los “grandes desafíos” que encara, como los cientos de miles de “refugiados que llegan a nuestras fronteras huyendo de la guerra” o los “migrantes angustiados y acosados por la pobreza”, u otros retos como la lucha contra el cambio climático, y demanda que “la voz de España se haga oír en la Unión Europea y en las instituciones internacionales” está metiendo el dedo en la llaga de la pérdida de peso internacional de nuestro país en estos años de Rajoy al frente del gobierno.

El Gobierno de Rajoy no solo ha ofrecido un espectáculo deplorable ante el drama de los refugiados, negándose en un primer término a admitir el cupo que la Comisión Europea le reclamaba –y al que una vez aceptado sigue sin dar acogida–, sino que ha estado ausente y ha perdido peso en Europa y en el mundo. En la Comisión Europea, hemos pasado de la Vicepresidencia con Joaquín Almunia a la cartera de Energía con Arias Cañete, además de haber hecho el ridículo en la pugna de Luis de Guindos por la Presidencia del Eurogrupo. Y mientras aquel presidente que tenía la culpa de todo nos metió en el G-20, el actual no ha sido capaz ni de mantenernos en el consejo del BCE y se desconoce cualquier aportación suya al rediseño europeo pergeñado en el informe de los cinco presidentes.

Y, sobre todo, cuando el Rey hace un llamamiento a “adecuar nuestro progreso político a la realidad de la sociedad española de hoy” y a dotarnos de “unas instituciones dinámicas que caminen siempre al mismo paso del pueblo español al que sirven y representan; y que sean sensibles con las demandas de rigor, rectitud e integridad que exigen los ciudadanos para la vida pública”, no está sino describiendo el bloqueo el que ha sometido el Gobierno de Rajoy cualquier intento de reforma institucional a lo largo de estos cuatro años.

En este tiempo, Mariano Rajoy y el Partido Popular no han sido en absoluto sensibles a las demandas de rigor, rectitud e integridad –baste recordar sus comparecencias vía plasma y la ausencia de explicaciones sobre las gravísimas acusaciones de corrupción que pesan sobre su partido– y han torpedeado todo intento de modernización de las instituciones públicas, provocando con ello niveles desconocidos de desafección hacia las mismas.

Al contrario, han desandado el camino, tanto si se trata de libertades públicas –aprobación de la ley mordaza– como de control de los medios públicos –asalto de RTVE y manipulación de sus servicios informativos– y, sobre todo, se han negado a abrir cualquier discusión sobre la reforma de la Constitución y su necesaria adaptación a los nuevos tiempos. Han sido un dique que se ha visto desbordado por la fuerza de las urnas el pasado día 20: el autoerigido garante de la estabilidad deja en legado un Parlamento ingobernable.

¿Cómo salir de esta? Felipe VI, nuevamente, apunta un camino, el más democrático posible: diálogo entre las fuerzas políticas presentes en las Cortes Generales, depositarias de la soberanía nacional. “Debemos mirar hacia adelante, porque en el mundo de hoy nadie espera a quien solo mira hacia atrás. Debemos desterrar los enfrentamientos y los rencores; y sustituir el egoísmo por la generosidad, el pesimismo por la esperanza, el desamparo por la solidaridad”.

Veremos hasta qué punto tienen eco sus palabras.

José Blanco

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