jueves, octubre 10, 2024
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La simbología de un puente

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Como muy bien sabían los romanos, tender un puente representa mucho más que el simple hecho de unir dos orillas. La propia etimología de puente, relacionada tal vez con la de pontífice, invita a reflexionar sobre el alcance simbólico, casi mágico, que oculta esta antigua palabra.      

Suelen contar los que de estas cosas saben que fueron los ingenieros romanos los primeros que construyeron lo que hoy conocemos como puentes, ultrapasando las meras concatenaciones de barcazas, la unión grosera de troncos o el tendido de maromas más o menos consistentes. Es más, parece que el primero que existió en Roma fue el puente Sublicio, construido siete siglos antes de nuestra era, y desde donde solían celebrarse cada año las ceremonias para aplacar la ira contenida y siempre imprevisible del Tíber que, de vez en cuando, anegaba la ciudad eterna. De esta manera, desde sus remotos orígenes los puentes no sólo permitían el paso sino, sobre todo, servían para calmar el rencor de los dioses y contener la furia de los hombres.

Reflexionaba hace escasas fechas el antiguo ministro César Antonio Molina, en un elegante artículo, sobre el valor simbólico de los puentes. Teniendo en cuenta la actual situación en Cataluña y el resto de España, se refería expresamente a la necesidad de tender puentes sobre el Ebro. Traía a colación, aunque no tuviera mucho que ver con el asunto, la excelente novela de Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina, en la que se describe su historia desde la construcción por los turcos, en el siglo XVI hasta el terrible bombardeo durante los combates de la Primera Guerra Mundial.

Aunque todos recordemos también la siniestra voladura del puente de Mostar durante la guerra de Bosnia, hoy en día felizmente reconstruido, otros muchos puentes han sido igualmente míticos por muy diversas razones. Es el caso del madrileño puente de los Franceses, símbolo de la defensa de Madrid durante los tres largos años de la guerra civil, actualmente casi oculto bajo un mar de automóviles atascados en un delirio de autopistas. También el del puente de Ayuda que unía España y Portugal sobre el Guadiana, destruido en los lejanos años de la guerra de sucesión y todavía en ruinas.

Tenemos que reconocer, sin embargo que, afortunadamente, la mayoría de los puentes siguen en pie. Se levantan airosos, desafían el paso de los años y, a la vez que unen orillas, diluyen recelos contenidos. Uno no sabe muy bien si, como decía Antonio César Molina, sería necesario tender nuevos puentes sobre el Ebro. Lo que sí parece oportuno, es que entre todos adaptemos aquellas antiguas ceremonias que antaño servían para aplacar la furia de los dioses y levantemos, a través del diálogo, la tolerancia y la generosidad, nuevas vías que permitan articular una España más adecuada para los tiempos que vivimos.

Ignacio Vázquez Moliní

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