viernes, octubre 11, 2024
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Dos pies, dos pedales

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Si uno es capaz de manejar una Playstation ha de estar en condiciones de hacerse con la sucesión de pantallas que se le presentan a la cara. Cierto que conducir habitualmente un coche veterano, 11 años a sus culatas, oxida algunos resortes del conductor a la última. Afrontamos una semana a bordo del vehículo más extraño que habitará el garaje de mi casa, de mi trabajo, del párking del bar de menú del día, del que nadie me ahorrará un comentario. Como para ahorrármelos yo en este post inaugural.

Sí, un coche poco convencional, pero cierto es que tiene volante, ruedas, puertas, ventanillas, elevalunas… Ojo, y dos pedales, no tres. ¿Para qué queremos tres pedales si solo tenemos dos pies? Con esta lógica indestructible armando mi espíritu de aventura, llegan los primeros kilómetros conduciendo un Cactus, el coche más atrevido de Citröen, conocido en las calles por sus acolchados remates en las puertas, muy prácticos como se verá unos kilómetros más adelante.

Cactus Facultad

Un coche pintón.

Dos pies, dos pedales. Lógico. Dos manos, dos levas en el volante. Sí, levas para manejar el cambio. Para cuando a uno le de por pensar. Por pensar en hacer acciones en el coche, porque este coche está pensado para no preocuparte demasiado por pormenores como encender las luces, cambiar de marcha, dar al limpiaparabrisas, e incluso orientarte. Tampoco has de pensar demasiado por dónde te metes, porque, a decir de los catálogos modernos, estamos conduciendo un ‘crossover’.

El ‘crossover’, seguramente equipado para invadir la Patagonia, afronta esta mañana la dura prueba de ir a un desayuno en el Hotel Ritz de Madrid, el de más solera de la ciudad. Llueve, y más por juguetear que por otra cosa he metido en el navegador la dirección del hotel: Plaza de la Lealtad. Y llegamos, a un complicado reto a la altura de un ‘crossover’: aparcar en Madrid. La virilidad de uno no está en cuestión esta mañana, más que nada porque servidor viaja solo por las calles madrugadoras de Madrid, de manera que es el momento de probar el asistente de aparcamiento.

Sí, mosquea. En la pantalla aparece dibujado el coche y la representación gráfica de ondas rojas emitidas a babor y estribor. Un misterioso mensaje informa en pantalla: “Midiendo”. Vaya si mide, repentinamente ordena avante y retroceso, el volante gira a su entender y en breves segundos el coche está paralelo unos dedos a la acera, aparcado con limpieza y sin poner a prueba las protecciones acolchadas. A la cara de pasmo de servidor acompaña la misma cara en la controladora del Servicio de estacionamiento regulado de Madrid. El ticket ya lo pongo yo.

Citroen Cactus

En Madrid está lloviendo…

Aunque en Madrid ha llovido y los madrileños musitan un “mierda” a sus cuellos, esta agua, estos charcos, no dan aire aventurero y desafiante como uno piensa que debe tener un Cactus. Nos vamos al campo, de pruebas. Y a hacer el gamba.

La unidad que nos han cedido para brujulear esta semana está excepcionalmente bien equipada. Uno piensa si los remaches de la puerta le darán a uno un aspecto más juvenil y menos lúgubre del que acostumbra, en cualquier caso una borrasca atraviesa la Península, y un Cactus se mueve con agilidad por la sucesión de circunvalaciones de Madrid, camino de horizontes más despejados. El coche está pensado para ir despreocupado por la vida. Haciendo un ejercicio de memoria recuerda uno que es el modelo que eligió Citröen para hacer un experimento de viaje sin conductor. El coche fue por sus medios desde Vigo a Madrid. Seguro que no se cansó. Yo, hoy, tampoco me canso de llevar este coche coqueto entre el tráfico periférico de la capital.

El motor, 1.4 de gasolina, ronronea por algún lado, sin que se advierta demasiado. Como harían mis mayores, los periodistas de motor, pienso si quizás debería hacer pruebas de 0 a 100, consumos mixtos y demás zarandajas. Lo que veo es que el consumo es reducido y las pantallas solo te dan datos para que vivas una existencia relajada. Digital contra la analogía, no hay relojitos y todo se controla con el dedo: digital, lo dicho.

Pero bueno, se trataba de darle un aire aguerrido al Cactus y ver en qué consiste eso del ‘crossover’. Las carreteras secundarias de la provincia de Segovia son un buen lugar de expansión, sus caminos ganaderos, una fuente de barro suficiente. El coche enfila con sus amplias superficies acristaladas los paisajes montañosos y nevados de Segovia. Ver una provincia y su campo en un día de diario es un lujo solo al alcance de los probadores novatos de coches y los representantes de cepillos de dientes, la gente que visita provincias a deshoras y solos.

Citroen Cactus Campo Ok

El Cactus y las vacas.

La soledad se acentúa en los caminos, donde el ganado bovino mira con curiosidad los movimientos del coche. No derrapa, la altura al suelo da cierta holgura al moverte por el campo. La tracción a las cuatro ruedas, que no lleva, siempre me ha parecido como la escobilla de los wáteres masculinos: tenerla te saca del apuro, pocos la saben usar, menos la han usado.

El Cactus no lleva más escobilla que la de los limpiaparabrisas, que funcionan a buen ritmo ante el granizo y la lluvia intensa. El ‘crossover’ lleva convenientemente a su conductor a un restaurante en una casita de piedra con delator y confortable humo de leña asomando por la chimenea.

Objetivo cumplido, coche manchado de barro. Dos pies, dos pedales. Pantallas que informan digitalmente. No tengo que pensar en qué marcha ir aunque jugueteo con las levas; la sorpresa es que el cerebro del coche –que compensa la ausencia del que esto firma– no deja que se hagan atrocidades, y vuelve al sistema automático una vez la reducción (o subida de marcha) ya no es necesario. Las autopistas de entrada a Madrid, con su confort y su relax de carriles, permiten un rato para la reflexión: el objetivo siempre es cuidar al motor, relajar el consumo, que el conductor se ocupe de lo importante. El guarda del garaje me mira con otra cara: la bonita unidad de color negro con remates crema está embarrada hasta el techo. Mi prestigio, a salvo.

El problema es que la agenda me lleva al día siguiente a un moderno campus de Madrid a dar una conferencia. Un amable profesor y otro conferenciante me esperan a pie de aula. Lo bueno de los espacios modernos y a la americana es que hay sitio para aparcar en la puerta. La llegada de un coche embarrado, de aspecto juvenil hace que se lleven una sorpresa cuando me bajo del Cactus.

–¿Qué coche más… diferente, no?

–Es diferente, sí. Y prestado.

¿Hasta qué punto un coche configura la imagen de su propietario? El regreso, tras la chapa a los estudiantes, por las carreteras del sur de Madrid, siguiendo las hábiles indicaciones de la pantalla de navegación me dejan espacio para volver a pensar.

Cactus Parking

El rarito de la 'ofi'.

La vida, que cien vueltas da a este mundo redondo, lleva al Cactus y su eventual conductor a un polígono industrial de Madrid. Riguroso polígono, visceral, industrial. Vamos, un polígono como Dios manda. A mediodía, Cactus y conductor enfilan un recio restaurante de menú del día (a 12 euros) en el polígono. Aparcado junto a furgonetas, coches de ejecutivos, otros más industriales, el cactus embarrado y flamante brilla con luz propia. Los tipos duros, envueltos en azules de Vergara, miran con curiosidad a quien se baja del Citröen. El catálogo dice que es un coche al alcance de sus bolsillos, pero sin duda es un coche para alguien que piensa diferente.

Por la noche, mi última noche –de momento– al volante de un cactus, el guarda del garaje me hace ver la última y definitiva luz:

–Si todos los demás coches son iguales, da igual uno que otro. Mejor uno diferente, ¿no?

Todos son iguales, unos más iguales que otros. Ha sido divertido tener un coche con el que hacer ‘crossover’ en mi aburrida vida una semana.

 

 

J. Sebastià Vizcarro

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