Por uno de esos extraños azares que a veces nos depara el destino, el otro día conocí a un poeta chino. La casualidad quiso que nos encontráramos, compartiendo banco y paciencia, en una desangelada sala del aeropuerto de Dublín mientras los mecánicos de la compañía aérea decidían si tenía remedio la avería del renqueante avión que hacía bastante tiempo deberíamos haber tomado. Al final, para tranquilidad de todos los pasajeros, incluidos en primer lugar el poeta chino y uno mismo, prevaleció la sensatez y decidieron que aquello no se arreglaba, ni mucho menos, en un santiamén con la sola ayuda de una caja de herramientas, de tal manera que mejor sería buscar cuanto antes otro avión que estuviera disponible.
El evidente alivio de la solución propuesta, aunque mitigado por la sospecha de que el avión alternativo pudiera encontrarse en ese momento al otro lado del mundo, hizo que cada uno intentara concentrarse en sus cosas, dispuesto a pasar de la mejor manera posible las horas muertas que previsiblemente nos esperaban antes de despegar.
Uno siguió con la lectura de esa hermosa carta que el sabio al-Gazali, hace casi mil años, dirigió a su joven discípulo para ilustrarle sobre los pasos que, como buen filósofo y mejor musulmán, debería ir dando para alcanzar la auténtica felicidad en esta vida y la recompensa del paraíso en la venidera, cuyo contenido sería deseable que conocieran esos descerebrados que con las armas en las manos se dicen seguidores del Profeta.
Mientras, mi vecino de banco, mucho más previsor y seguramente también más habituado a las largas esperas, hurgaba en las entrañas de su mochila. Con el rabillo del ojo, vi cómo sacaba primero un termo, luego un tenedor de madera y, por fin, un extraño recipiente semejante a esos que en los cines usan para las palomitas y cuya sola visión en manos del vecino de butaca causa un más que justificado pánico en cualquier cinéfilo. Con rara habilidad, sin llegar a abrir del todo ni el termo ni el recipiente, el chino vertió el agua caliente sobre el contenido. Lo tapó de nuevo y esperó un buen rato con la mirada perdida al frente. Luego lo abrió y disfrutó de una estupenda merienda a base de una especie de tallarines con vaya usted a saber qué aderezos.
Un rato más tarde, antes de que le venciera el sopor que planeaba sobre la sala de espera, sacó del fondo de la mochila un estuche de escritura. Desplegó cuidadosamente una servilleta de papel. La apoyó con cuidado sobre una revista de la compañía aérea y, con la calma propia de un mandarín ocioso, comenzó a dibujar los ideogramas de un poema, quién sabe si inspirado en la importancia de la paciencia, en el recuerdo de una lejana flor de loto o, tal vez, en el suculento aroma de los tallarines de la merienda.
A todo esto, uno se había olvidado por completo de las sabias palabras de al-Gazali y observaba fascinado la lenta progresión, de arriba abajo y de derecha a izquierda, de la suave pluma sobre la tosca servilleta. Pasado mucho tiempo, el poeta chino culminó su obra con lo que parecía una firma. Volvió a doblarla con muchísimo cuidado, siguiendo los pliegues del papel. Luego, me miró por primera vez y, con un delicado gesto quizás sobreviviente de la rígida corte pequinesa, me la regaló con la delicadeza de quien entrega un colibrí herido.
Ignacio Vázquez Moliní