En 1984, en uno de los peores momentos de la guerra civil libanesa y de las invasiones israelíes, el poeta y diplomático sirio Nizar Qabbani, autor, entre otros muchos poemarios del magnífico 'Libro del amor', publicó un libro, redactado en una delicada prosa árabe, titulado 'Diario de una ciudad que se llamaba Beirut'. Hasta entonces, salvo algunos poemas políticos, en los que había puesto el dedo sobre la llaga del por qué de la derrota árabe en la Guerra de los Seis Días, Qabbani se había dedicado en cuerpo y alma a la poesía erótica.
Las páginas de ese libro constituyen un homenaje a un Beirut en el que Qabbani se instaló en los años sesenta y del que tuvo que escapar cuando la situación bélica hizo imposible continuar con el proyecto editorial que había puesto en marcha. Esas páginas también evocan el abandono y la tristeza profunda de los refugiados de entonces que, como los de ahora, llenaban hasta lo indecible el pequeño territorio de El Líbano.
El Beirut de hoy en día tiene poco que ver con la ciudad algo mítica de los años anteriores a la guerra civil. Tampoco tiene mucho en común con esa extraña ciudad en ruinas, pero al mismo tiempo rebosante de vitalidad, que fue el Beirut de los primeros tiempos de paz, en los años noventa del pasado siglo.
Una descontrolada especulación inmobiliaria ha transformado las antiguas calles de lo que fueron los dos sectores en los que la denominada Línea Verde dividía la ciudad, el musulmán al oeste y el cristiano al este, en una caótica amalgama de enormes edificios de cristal y acero que desafía todos los criterios y principios del urbanismo más elemental, por muy laxos que puedan llegar a ser.
A falta de otros lugares mejores, en sus vanos se han instalado muchos refugiados sirios que sobreviven a duras penas de una caridad que es imposible que alcance para todos
Los viaductos y pasos elevados de entonces no sólo han sobrevivido sino que se han visto multiplicados hasta el absurdo, en un intento desesperado de resolver, aunque sea mínimamente, el calamitoso estado de un tráfico constantemente colapsado. A falta de otros lugares mejores, en sus vanos se han instalado muchos refugiados sirios que sobreviven a duras penas de una caridad que es imposible que alcance para todos. Se suceden las filas de mujeres veladas, sentadas en las aceras con una dignidad y un silencio espeluznantes, rodeadas de chiquillos que ya ni siquiera piden nada a los viandantes.
La actual población de El Líbano es de unos seis millones, en un territorio apenas mayor que la provincia de Valencia. En esas circunstancias, al casi medio millón de refugiados palestinos se les ha unido más de millón y medio de personas que escapan de la guerra en Siria. Las autoridades y la sociedad libanesa, con el apoyo escaso de algunas agencias internacionales, en unas circunstancias económicas que no son las mejores, llevan a cabo un esfuerzo titánico, a todas luces insuficientes. Ese esfuerzo es todavía más loable y digno de aplauso cuando uno escucha los mezquinos argumentos y las disputas banales de los políticos europeos para justificar su propia desidia frente al gigantesco problema humanitario de los refugiados sirios.
Ignacio Vázquez Moliní