lunes, noviembre 25, 2024
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Recuerdos de Sidi Bou Said

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En estos días de perezosas vacaciones, en los que nos perdemos todavía más en ese frondoso bosque de ensoñaciones y añoranzas que crecen a medida que se escurre la vida, a uno le gusta acordarse de la colina de Sidi Bu Said, ese lugar tan especial e irrepetible en el que se conjugaban, en un difícil equilibrio ya desaparecido, un halo de misterio oriental, una cierta nostalgia colonial y una convivencia secular, serena y tranquila, entre gentes del más diverso origen.

Sidi Bu Said es, sin duda, uno de los más hermosos lugares del Mediterráneo. Es difícil olvidar los cegadores muros que trepan por la colina reflejando en su blancura irrepetible una de las luces más nítidas que existen en el mundo, temperada apenas por esos verdes profundos que desbordan por encima de las tapias y por los variados añiles que enmarcan puertas y celosías, junto con las pinceladas violetas, rojas y amarillas de las añosas buganvillas que, tal y como las pintó Paul Klee, parecen buscar el límite del cielo.

Nada más llegar a Sidi Bu Said uno se encuentra con el fastuoso caserón de los Turki, rodeado de olivos, fuentes y estatuas romanas. En uno de sus torreones vivió una aciaga temporada un André Gide, torturado por sus propias angustias y remordimientos, durante la ocupación alemana de la entonces Regencia de Túnez, huyendo de los constantes bombardeos aliados sobre la cercana capital. A muy corta distancia está el encantador palacio oriental del barón d'Erlanger, gran conocedor de la música árabe. Se cuenta que Madame la Baronne mantuvo una amistad muy estrecha con el mariscal Rommel. Recuerdo a la baronesa, ya muy decaída, alguna noche de vuelta a casa, con su bastón y una capa blanca, apoyando la otra mano en el hombro de un criado adolescente de fez rojo y chaleco de bordados orientales.

La princesa María Teresa de Borbón-Parma, cuando se interesó por la sociología del mundo islámico, también vivió una temporada en la parte alta, en una casita diminuta que tenía un terrado de difícil acceso pero, eso sí, con unas vistas extraordinarias sobre el golfo de Túnez. 

Muy cerca tenía su palacio, algo destartalado, el frugal Jatem Bey, último heredero de la dinastía tunecina depuesta por Bourguiba, que invitaba a tomar café en unos salones decorados con ese delirante gusto beylical en el que se mezclan los desconchados sillones dorados, pesados como tronos, con espejos de azogues apagados, lámparas venecianas y deshilachadas alfombras y mesitas beduinas, rodeando la calma de un patio nazarí donde hacía años que la fuente se había cegado.           

Ignacio Vázquez Moliní

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