Mariano Rajoy aseguró en televisión que, como no sabía encender una vitrocerámica, podía ofrecer un discurso a cambio. “Si quieres te echo un discurso”, le dijo al inefable Bertín Osborne. Este martes Rajoy echó un discurso a falta de posibilidades de encender una vitrocerámica, freír un huevo, ni siquiera de conseguir un pacto de investidura. Fue acabar Rajoy de soltar su discurso y se lanzaron todos los portavoces a degüello. Con discursos respectivamente fabricados y de enorme autosatisfacción. Su falsa airada indignación, no se imaginan hasta qué punto, tienen de los nervios al personal.
Este debate de investidura dos meses después de las elecciones nos despierta del durmiente agosto entre sudores agitados de pesadilla. Háganse cargo. El periodista capitalino vive en la burbuja de la Corte, no la del Rey, que él apenas tiene, sino la Corte del sistema político. La de los coches oscuros con antenas, las comidas y cenas conspiratorias, los desayunos fatuos en hoteles de lujo, la del postureo. Lo excepcional y peregrino se hace rutina. Agosto rompe la burbuja, cada cual a su manera. Hay quien se hace el camino de Santiago y quien se dedica a montar en bicicleta compulsivamente; se cambian los salones del Ritz por el chiringuito y el bar del pueblo. Un baño de normalidad.
Así se puede comprobar hasta qué punto la gente de la calle asiste atónita al ejercicio de egoísmo y negligencia profesional de los políticos electos. Ellos, metidos en la burbuja –hasta se van de vacaciones juntos o con la parienta/o estratega soltando la monserga hasta cuando pican pulpo a la brasa–, no son conscientes del grado de desazón y desencanto que producen. Lo único que han de hacer entre 350 diputados es ponerse de acuerdo 176 de ellos para que haya Gobierno. Encontrar un proyecto común de país. Hacer su trabajo.
Mañana, salvo sorpresa, comprobaremos cómo esto, dos meses después de unas segundas elecciones, ocho meses después de unas primeras elecciones, aún no es posible. Lo más irritante es el rictus de arrogante displicencia, la enorme autosatisfacción por enrocarse en posturas que solo les interesan a ellos.
Y sólo les benefician a ellos.
Lo más irritante es el rictus de arrogante displicencia, la enorme autosatisfacción
En la cabeza de las mentes preclaras de algunas señorías hay jugadas maestras. Discursos, pactos, recovecos, jaques mates, tuits gloriosos… La ambición no es siempre un defecto, la desmedida sí, sobre todo si es a costa de los ciudadanos. Lamentablemente lo que necesita la gente no son becarios de Maquiavello de salón, sino políticos competentes que afronten problemas. Esta obviedad es un mundo en la Carrera de San Jerónimo.
Nunca a los políticos se les llenó tanto la boca de “ocasiones históricas”, “pactos históricos”, “urgencias” y “patrias”. Nunca –en el uso de razón de uno que ya ha cumplido 25 años de ejercicios profesional– ha habido políticos de tan baja calidad y miras.
Vale, lo conseguirán. Los españoles probablemente votaremos por ¡¡tercera!! vez, parece que en plena Navidad. No hay problema, los españoles somos gente de espaldas anchas –alguno más que otro– y generalmente cargadas. También somos bastante complacientes ante la gente que nos lleva al suicidio colectivo.
Otra vez caravanas electorales, mítines vacíos de contenido y de indigencia intelectual, otra vez promesas, otra vez el todo o nada, y quizás lo peor, otra vez todos a hacer el imbécil en programas de 'prime time', bailando, asesinando canciones, o friendo unas patatas fritas en un alarde de majeza.
Aquí seguimos los españoles, aguantando nuestro oscuro destino histórico.
Los enemigos de la Democracia de los años 70 –también los había entonces, pero vestían de otra manera, con la camisa por dentro y pelo corto–, decían que en España no debía haber un sistema parlamentario, porque no éramos un pueblo maduro y estaríamos todo el día peleados. La crispación no está en la calle esta vez, salvo en los cenáculos capitalinos. El desacuerdo está entre los líderes, ni siquiera entre sus huestes, mucho más razonables.
Parafraseando al funesto Arias Navarro, españoles, hemos tenido mala suerte. La tostada ha caído por el lado de la mermelada cumpliendo la inmutable ley murphyniana. Han coincidido en la cabeza de cartel los más ineptos y ególatras del panorama.
Encima tendrán la cara de pedirnos que les votemos otra vez.
Joaquín Vidal