Al escribir estas líneas, los colegios electorales americanos no han cerrado sus puertas. Desconozco, por tanto, si esta vez las encuestas han acertado al predecir una victoria de Hillary Clinton o si por el contrario Donald Trump ha alcanzado a convertirse en sucesor de Barack Obama en la Presidencia de los Estados Unidos. Lo que sí sé es que, independientemente del resultado, se han producido heridas que, en el mejor de los casos, tardarán lustros en cicatrizar. Lo que sí sé es que si algo demuestran estas elecciones es que ningún país está vacunado contra la irrupción del populismo, ni tan siquiera una democracia tan sólida como la americana.
A lo largo de los últimos meses, Donald Trump se ha destacado como un auténtico demagogo, un charlatán con una relación, por decirlo suavemente, difícil con la verdad, que no ha dudado en cuestionar la legitimidad misma del sistema democrático americano y que ha dividido a la nación desde todos los puntos de vista imaginables.
Ha sido la suya una campaña de odio.
Ha alentado el odio contra el vecino del Sur y, por extensión, contra todos los ciudadanos de origen latino al acusar a México de enviar a Estados Unidos “a la gente que tiene muchos problemas, que trae drogas, crimen, que son violadores”.
Ha alentado el odio racial al aventar falsedades sobre el propio origen de Barack Obama o al menospreciar las protestas ante las muertes de jóvenes negros a manos de la policía en lugares como Baltimore, como cuando aseguró que el “gran presidente afroamericano no ha tenido necesariamente un impacto positivo en los matones que están alegremente destruyendo Baltimore”.
Ha alentado el odio religioso al pedir el “bloqueo completo y total a la entrada de musulmanes en EEUU” y al amenazar con devolver a los refugiados sirios a su “casa”, como si tuvieran casa a la que volver y no un país devastado por la guerra, por las guerras.
Ha alentado el odio de género, el machismo, la misoginia, como en el despreciable vídeo en que se regodeaba de lo que las mujeres dejaban hacer a personas famosas como él, o al vituperar a las mujeres que no le gustan, despreciándolas por “cerdas gordas”, “perras” o “locas”, entre otras lindezas.
Si todo lo dicho no fuera suficiente para desacreditar a un candidato presidencial, baste recordar sus posicionamientos sobre cuestiones como la sanidad –ha anunciado que si es presidente derogará la reforma sanitaria de Obama, dejando sin cobertura médica a millones de personas–; las armas –se ha mostrado a favor de no limitar el acceso a las armas de fuego y permitirlas incluso en centros educativos–; la responsabilidad fiscal –se ha vanagloriado de no haber pagado impuestos durante los últimos tres lustros–; el cambio climático –ha lanzado chascarrillos sobre lo congelado y lleno de nieve que estaba Nueva York y lo que la ciudad necesitaba el “calentamiento global” –; o la alianza transatlántica –ha puesto en tela de juicio si llegado el caso defendería a los miembros de la OTAN frente a un ataque–, por no hablar de sus permanentes elogios a la figura del presidente ruso, a quien ha puesto de ejemplo de liderazgo o a cuyo país ha alentado a interferir en las elecciones presidenciales norteamericanas.
Y aun así, a partir de un discurso construido a base de mentiras, simplificaciones, violencia verbal y emociones desbordadas, Trump ha logrado conectar con una parte no menor del electorado, una parte de la sociedad en la que confluyen desde quienes profesan credos racistas y xenófobos, hasta quienes reniegan de sus representantes, quienes rechazan todo lo que huela a establishment, quienes se consideran maltratados por la globalización. Una parte que puede hacer presidente a un personaje que si a alguien representa no es, precisamente, a los perdedores de la crisis o de la globalización sino a los privilegiados entre los privilegiados de la sociedad americana.
Desde luego, no ha sido Trump el que ha sembrado la semilla del populismo ni en Estados Unidos ni en el Partido Republicano: a este partido corresponde una gran parte de responsabilidad por no haber cortado a tiempo el discurso ultramontano del Tea Party, por haber dado alas a una visión catastrófica del país, de sus instituciones y de sus representantes democráticos. Una visión que Trump ha llevado al extremo y que amenaza con cuestionar la legitimidad de cualquier proceso electoral en que él, como auténtica y única voz del pueblo americano, no salga victorioso. ¿Les suena?
No, las elecciones americanas, como los procesos que estamos viviendo a lo largo y ancho de Europa, desde Grecia a Reino Unido, desde Hungría a Francia, desde Polonia a España, nos enseñan que no se puede surfear la ola del populismo. Ni blanquearlo, ni ser condescendientes. Debe combatirse. Frontalmente.
P.D.: Tras la huida hacia adelante sin analizar una vez más las causas del retroceso electoral del Partido Socialista en el País Vasco y Galicia, la última y verdadera encuesta, que se unía a los retrocesos cosechados en las dos últimas elecciones generales, ¿alguien podía esperar realmente en el último barómetro hecho público por el CIS unos resultados distintos, máxime con el añadido del espectáculo ofrecido en el Comité Federal del 1 de octubre? La situación exige reflexión. Es importante el quién, pero sobre todo el qué y el cómo.
José Blanco