Hace unos días, en pleno puente de los difuntos, Begoña Villacís, portavoz de Ciudadanos en el Ayuntamiento de Madrid, me llamó por teléfono para hablarme del gran Melquíades Álvarez y para decirme que había que remediar la injusticia histórica que suponía la ignorancia institucional que le ha acompañado desde su muerte, hace ya ochenta años, silenciándose su personalidad, su trayectoria política, su legado y, por qué no decirlo, su cobarde y vil asesinato.
Inevitablemente, al ponerme a leer sobre el personaje y reflexionar sobre el por qué de su dramático final (su asesinato y el olvido) me vienen a la pluma las sabias palabras de don Miguel de Cervantes, clamando “¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!”. Ya Pío Baroja destacó que “¡A quien más insultaban y de una manera más rabiosa era a Melquíades Álvarez!”. Y dicen que, desconcertado, se preguntó: “¿Por qué este grupo de gente asesina y mediocre odiaba a quien era un republicano y un gran orador?” La respuesta cervantina fue igualmente la que halló: la envidia.
Amigo del ilustre Leopoldo Alas “Clarín” o del enorme Ortega y Gasset, Melquíades Álvarez fue impulsor de una de las épocas más brillantes y fructíferas de la educación superior en su tierra natal, el Principado de Asturias. Fundador del Partido Reformista, fue heredero del Krausismo en España y seguidor de Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza, destacando por su visión reformista y avanzada del Estado y de la propia democracia española. En 1901 llega a Madrid como diputado por Asturias y, enseguida, destaca como brillante y genial orador, haciéndose famoso como “el Tribuno”.
“Todo habla en Melquíades Álvarez”, escribió Azorín. “Al ponerse en pie, los diputados que estaban más cerca se han retirado un poco, a fin de dejar al orador espacio libre en sus idas y venidas… Lo que dominaba en Melquíades Álvarez era la intuición rápida y la conclusión clara. Los ojos fulgían y refulgían. En los momentos de pasión sus conminaciones al adversario eran terribles. Si yo tuviera que definirle con una frase diría: un ateniense en el ágora”.
Con su muerte, se iniciaba la carrera hacia el olvido de uno de los políticos españoles más audaces y brillantes del primer tercio del siglo XX
El 4 de agosto de 1936 Melquíades Álvarez, líder del Partido Reformista, centrista, regeneracionista, laicista, republicano y demócrata, era detenido en la casa de su hija, en Madrid, y conducido a la cárcel Modelo de Madrid “por su propia seguridad”. Unas semanas más tarde, en la madrugada del día 22, un grupo de milicianos tomó la prisión bajo la excusa de aplacar un motín y un incendio provocado por los presos comunes. Pero nada les importaban los delincuentes allí encarcelados. Buscaban presos políticos y Melquíades era uno de ellos. A punto de vencer del día, una partida de milicianos anarquistas lo sacó de la celda en la que estaba encerrado y le dio muerte. Junto a él, otros destacados líderes políticos y dos ministros de La República fueron igualmente asesinados. Se cerraba así uno de los episodios más obscuros de la Guerra Civil Española y, con ello, se iniciaba la carrera hacia el olvido de uno de los políticos españoles más audaces y brillantes del primer tercio del siglo XX, detenido sin cargos y asesinado cobardemente.
La publicación de dos fotografías de su cadáver permiten apreciar la cuchillada que se le asestó precisamente en la garganta, mostrando la rúbrica ignominiosa de los asesinos que, de esta manera, expresaban sin ambages su antidemocrático, enfermizo y contumaz afán de silenciarlo… más allá de su propia muerte. ¡Simbólica y locuaz herida que sangra todavía en la memoria democrática de este país!
Dicen que Indalecio Prieto, ministro de Trabajo entonces, sostuvo una predicción que se acabó cumpliendo: “Con esto hemos perdido la guerra”. Y cuentan que Azaña, ya presidente de la República y en plena depresión al enterarse de la noticia, pronosticó: “¡Esto no, esto no! Me asquea la sangre… Nos ahogará a todos…”. Dicen también que el que era Vicesecretario General del PSOE, Juan Simeón Vidarte, informado de la infame noticia, se personó en el sótano de la cárcel Modelo con una linterna y que, después de iluminar el cadáver del Melquíades, alargó la mano y cerró sus párpados sin vida. Más tarde, al recordar la luz sobre los ojos inertes de Melquíades, dijo a los suyos: “Sus ojos, abiertos hasta querer saltarse de las órbitas, reflejaban asombro. Parecía querer decir a sus verdugos que él era republicano, que quiso muchas veces salvar a la Monarquía, para convertirla de absoluta en constitucional y democrática”.
Me ha gustado releer la Carta del Director, Matanza en la Modelo: aquellos ojos de Melquíades, que escribió Pedro J. Ramírez en el 80 aniversario del magnicidio de este primer centrista español. Pedro J., ese periodista que ha sabido sobrevivir con dignidad a lo peor de la política y del propio periodismo (quisieron silenciarlo con la muerte civil y, quién lo duda, con una sucia y rastrera cuchillada), señala (y lamenta) que “en Oviedo hay una calle dedicada a Melquíades Álvarez pero no en el Madrid donde tanto hizo e influyó”. Comparto plenamente su opinión. Hay que arreglarlo.
En mis conversaciones con Begoña Villacís y con otros concejales de Ciudadanos, como Miguel Ángel Redondo o Sofía Miranda, sobre el inmenso Melquíades y sobre la necesidad de recuperar y defender su memoria y su legado, me queda claro que para el Grupo Municipal de Ciudadanos es importante rescatar del olvido a este orador de la libertad, la centralidad política y la democracia. Estoy seguro, pues, que entre todos sabremos dar a este hombre libre, a este parlamentario, defensor de la democracia y la palabra, el lugar que le toca en el callejero de la ciudad. Y no es ya por que lo merezca Melquíades, que sin duda lo merece, sino porque es así mismo Madrid quien merece tener entre sus calles el recuerdo vivo de su nombre y su palabra. ¡Melquíades vive!
Ignacio Perelló