La historia es caprichosa. Un 9 de noviembre de hace 27 años caía el Muro de Berlín. Otro 9 de noviembre, de hace una semana, ganaba las elecciones en Estados Unidos Donald Trump, un candidato cuya campaña se basó precisamente en elevar nuevos muros -físicos, comerciales, mentales- hacia dentro y hacia fuera de su país. Cómo han cambiado los tiempos: entonces la democracia se abría camino en el mundo. Hoy no es exagerado decir que está en retroceso. Y paradójicamente (o no tanto), lo está a golpe de sufragio.
Decía Lloyd George que, a veces, las elecciones se convierten en la venganza de ciudadanos que acaban por convertir sus votos en auténticos puñales de papel. No es la primera vez que lo vivimos este 2016 que sin duda será recordado, y no precisamente para bien. En junio, el Brexit. Ahora, el triunfo de Trump. Y en ambos, la repetición del mismo patrón tras el cierre de las urnas: el incremento de los ataques xenóbofos tras campañas basadas en discursos de exacerbación del odio.
Habrá quien haya recibido como un bálsamo el tono de las declaraciones realizadas por Donald Trump tras su entrevista con Barack Obama, su llamamiento a buscar la unión del país, su apelación a superar las trincheras cavadas a sangre y fuego durante la campaña más divisiva (y sucia) que se recuerde. Habrá quien incluso se consuele con la reacción de los mercados bursátiles. Siempre hay quien prefiere mirar para otro lado.
Sin embargo, conviene hacer un ejercicio de memoria. Porque lo que sucede a nuestro alrededor ya lo hemos vivido. En el primer tercio del pasado siglo. Entonces, a rebufo de una crisis devastadora, también las urnas se cargaron de puñales: fueron urnas democráticas las que abrieron paso a regímenes atroces. Habrá quien lo considere exagerado: solo debe pensar cómo se inoculó ese virus en nuestras sociedades, cómo se expandió y con qué efectos. Habrá quien piense que por haberlo sufrido estamos vacunados contra todo ello. Abran los ojos a lo que se mueve en los países de nuestro entorno.
No solo es que en Gran Bretaña, el Partido Conservador y el Gobierno de Theresa May hayan asumido como propio el discurso de Nigel Farage, hasta el punto de que su partido esté a punto de morir de éxito. En Francia, no hay una sola encuesta que no dé como ganadora de la primera vuelta de las presidenciales de la primavera próxima a una Marine Le Pen que ha corrido a festejar la victoria de Trump y a sumarse a su estela. Al igual que la extrema derecha del FPO en Austria, que tras perder las presidenciales por un puñado de votos a principios de año, lidera ahora las encuestas de unas elecciones que volverán a repetirse el próximo diciembre.
Por toda Europa, movimientos de inspiración ideológica semejante a la del presidente electo de Estados Unidos celebran su victoria y su estímulo: en Holanda, el partido xenófobo de Geert Wilders; en Alemania, la Alternativa por Alemania de Frauke Petry; en Italia la Liga Norte de Salvini, pero también el Movimiento 5 Stelle de Beppo Grillo. Sin olvidar a los ultraconservadores húngaros de Víktor Orbán o a los extremistas griegos de Amanecer Dorado. Todos celebrando la victoria del “pueblo”, como si la otra mitad fuera el antipueblo. Todo un aviso para navegantes.
Por desgracia, lejos de combatir el virus populista, por acción u omisión los líderes europeos han ido abonando el terreno para su crecimiento.
Por un lado, no han sabido dar respuestas adecuadas a los desafíos planteados por el proceso de globalización, trasladando demasiadas veces la impresión de que se prestaba mucha atención a las finanzas y muy poca a la desesperación de la gente. Por otro, no han sabido defender a Europa, trasladándole la culpa de todos los problemas, sin defender su valor ni sus valores. Y en lo que respecta a la gestión de la crisis, cada nuevo latigazo de mal llamada austeridad no solo ha empeorado las condiciones de vida de los ciudadanos, sino también un sentimiento de abandono que ha acabado arrojando a miles de ellos en brazos del populismo. Populismo que se ha ido incrustando en el sistema cada vez que se han abierto las urnas, cada vez con más fuerza.
Podemos seguir aletargados mientras el virus se extiende a nuestro alrededor. Podemos seguir confiando en que las tragedias del pasado nos vacunan contra su repetición en el futuro. O podemos despertar de una vez y actuar. Actuar para defender la mejor formulación de la democracia: el Estado del Bienestar. Actuar para defender el mejor instrumento contra nuestros propios demonios: la Unión Europea.
De lo contrario, lo lamentaremos.
José Blanco