¿Es posible predicar de un libro apenas publicado su condición de clásico, anticipar su vigor testimonial durante generaciones de lectores? ¿Deben para ello concurrir en sus páginas una calidad asombrosa pero también una mirada integral hacia un acontecimiento y su consecutiva agitación en las hebras de la sociedad?
Dos son a mi parecer los títulos de nuestra literatura que editados en estos tres lustros y pico de siglo XXI cumplen ambas condiciones. El uno sería “En la orilla”, la desolada memoria que Rafael Chirbes trazó de la crisis económica, social, y ética que sacudió –no sé si es prematuro utilizar este tiempo verbal- laspilastras del estado del bienestar.
El otro título sería “Patria”, que en sus apenas tres meses de vida ya habita en la conmoción y en el elogio. Se trata de la poderosa novela de Fernando Aramburu, ese donostiarra socarrón que parece haber abandonado Antíbula, territorio de ficción en el que nada dolía excepto ser.
En efecto Aramburu ha ido olvidándose de mapas imaginados para regresar en tinta y pluma a su País Vasco natal. Allí, morosamente, se detiene en los estragos de una comunidad escarnecida por los desmanes del independentismo y por la violencia que va desde el ninguneo cotidiano hasta la bala en la nuca.
Dos son los libros del propio autor que preludian la irrupción de “Patria”: los relatos de “Los peces de la amargura” y la narración de “Los años lentos”, ambos precisos en la descripción de daños y de perjuicios particularmente en la convivencia sin secretos de las aldeas del norte. “Patria” recoge estos temas y los multiplica en una obra dilatada y opulenta.
Así, el autor propone una narración en absoluto lineal que avanza y retrocede en los hechos y en los personajes. La novela recoge, a menudo desde puntos de vista contrapuestos, las mil y una ráfagas de un tiempo fatal. Entre otros el acoso y el menosprecio a los que piensan diferente, la ardua relación en el seno de las familias de los que disparan y de los que son disparados, la mordedura del perdón y de la culpa. Pero también la atmósfera ideológica que lleva a los jóvenes al crimen organizado, la privación y el odio que zarandea sus días de clandestinidad, los usos y los abusos de las fuerzas de seguridad, el espasmo sin remedio al tomar conciencia entre rejas de haber empeñado la propia vida además de haber cercenado la de otros.
Tan bien como los dejes locales del lenguaje (“si la habrías hecho”, “ya te voy a explicar”,…) Aramburu conoce y expresa la geografía íntima de la estructura social vasca: el peso de la familia, la madre como elemento vertebrador de la misma. Las familias del asesino Joxe Mari y el asesinado “El Txato”, antaño cercanas pero dramáticamente alejadas la una de la otra, poseen en efecto el elemento común de abrigarse en torno a mujeres dominantes y resueltas cada una de las cuales toma a su manera el pulso a los acontecimientos que turban el país. Se trata de la única y deliberada simetría que acepta un Aramburu reacio a la tentación reduccionista de lo que algunos gustan de llamar “conflicto”. “A los violentos les gustaría que todos participáramos en el juego. Así tendríamos pruebas de esa guerra que sólo existe en sus cabezas”.
Tampoco se vence Aramburu al raquitismo de que cada uno de sus personajes sea el mero soporte de una idea o de una postura moral. La trayectoria del escritor donostiarra nos revela su admirable capacidad de construir personajes de una humanidad rebosante de matices y de contradicciones. Arantxa, Nerea –“hija de la última, pronto penúltima, pronto antepenúltima, víctima de ETA”- Gorka, Joxian, van experimentando a los ojos del lector un espinoso proceso de madurez en tanto que otros como el tabernero Patxi y el sacerdote Serapio se revelan como fuelles anónimos de la polución ideológica. “Te pido que no vayas al pueblo para no entorpecer el proceso de paz”, espeta el páter a la viuda de un asesinado.
Frente a la condición más o menos literaria de todos ellos, la escena se nutre de episodios y de protagonistas reales. La incautación de papeles comprometedores a Santi Potros, el desmantelamiento de la banda en Bidart, el alto al fuego de 2010. Ternera, de Juana, Pakito, y allá a su frente Gregorio Ordóñez entre otros, aportan una sensación de apego a la realidad más palpable respecto a escritos anteriores del autor. Dice Aramburu, caracterizado de sí mismo en alguno de los pasajes de la novela: “tengo el firme convencimiento de que también está en marcha la derrota literaria de ETA”. Sin duda “Patria” contribuirá definitivamente a este propósito anejo a la paz que nos alumbró.
Pero tampoco sé si es prematuro utilizar este tiempo verbal.
Fernando M. Vara de Rey