domingo, noviembre 24, 2024
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Casas muertas

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Hay personas codiciosas y avarientas que gastan sus energías y concentran sus esfuerzos en juntar monedas, para luego ocultarlas para siempre a los demás. Otras, lo que no pueden compartir es el conocimiento de las cosas, como si lo hubiesen alcanzado sólo por sus méritos propios, sin recibir nunca ayuda de los otros. También hay aquellos, bastante frecuentes para desgracia de todos, que no dan nunca un buen consejo, evitando a toda costa regalar esa advertencia que podría haber evitado la desgracia hacia la que se dirigía un semejante.

Y aunque pueda no parecérnoslo son muchos los avaros de los libros, incapaces de compartir no ya el libro físico, que como es sabido, nunca regresa a los anaqueles del incauto que lo presta, sino la mera indicación de un título con cuya lectura, al igual que antes él mismo, también los demás aprenderían y disfrutarían. Quién sabe si lo que se oculta tras esa torpe avaricia de los libros no sea otra cosa que una de las peores formas de la envidia, esto es, la rabia ante cualquier posible alegría ajena.

Afortunadamente, la mayoría de los lectores que uno conoce no llega a esos extremos patológicos. Comparten no sólo las lecturas sino también los propios libros, asumiendo que, si los pierden para siempre, se verán compensados por otros volúmenes que, a su vez, ellos mismos olviden restituir.

Tal es el caso de Casas muertas, excelente libro que hace poco mi amigo Víctor tuvo la generosidad de descubrirme. Esta novela del venezolano Miguel Otero Silva merecería mayor fama y difusión también en España, para que muchos más lectores disfrutasen con esa magnífica prosa caribeña que describe la inexorable decadencia de una extraña ciudad, Ortiz, que llegó a conocerse como La Flor del Llano, diezmada por el paludismo y la tremenda mortalidad de la gripe española en los años de apogeo de la tiranía del general Juan Vicente Gómez, cacique a la antigua usanza, capaz de las peores crueldades y, cómo no, padre de casi un centenar de hijos.

De hecho, Otero Silva fue uno de aquellos guerrilleros de otros tiempos, salidos del seno de la burguesía ilustrada caraqueña, con algo de entrega mítica a causas perdidas, que malgastaron su juventud en vanos intentos por derrocar al sempiterno tirano. Fue también uno de los fundadores del partido comunista venezolano y vivió en el exilio hasta su edad madura. Ya al final de su vida recibió el premio Lenin de la Paz, esa especie de réplica al Nobel que, al margen de sus evidentes connotaciones, hoy dignas del perdón aunque no del olvido, quizás pudiera servir, todavía con más razón vistas las últimas decisiones adoptadas en Estocolmo, de contrapeso frente a tanto disparate del que hacen gala los académicos.

Ignacio Vázquez Moliní

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