A lo largo del último año, España ha vivido situaciones excepcionales. Ha cambiado el panorama de partidos políticos, con cuatro fuerzas disputándose –grosso modo– al electorado donde antes lo hacían dos. Hemos atravesado además el período más prolongado de interinidad de un gobierno en nuestra democracia, casi un año. Y por primera vez hemos tenido que acudir dos veces a las urnas en apenas seis meses ante la incapacidad de nuestros representantes para alcanzar acuerdos –y poco ha faltado para no acabar votando en Navidad… –.
Cabría pensar que cada una de esas situaciones, por su propia excepcionalidad, deberían haber ayudado a obrar el pequeño milagro de remover las conciencias de nuestros líderes, hasta el punto de hacerles reflexionar sobre la necesidad de enfocar la nueva legislatura con generosidad, abriéndose al diálogo y a la búsqueda de puntos de encuentro para acometer las reformas pendientes, muchas y muy necesarias, para hacer frente al crecimiento de la precariedad, la desigualdad y la pobreza, al desafío secesionista de Cataluña, al agotamiento de la hucha de las pensiones, o a la sostenibilidad de los sistemas públicos de sanidad y educación.
No obstante, como decía la canción, corren malos tiempos para la lírica. Ejemplos sobran.
De un lado, Mariano Rajoy.
Para el presidente del Gobierno, pareciera que nada ha cambiado, ni tan siquiera cuando empieza a encajar derrotas políticas en un Parlamento que no controla. Tras desbloquearse su investidura, Mariano Rajoy ha actuado en la mejor línea de la casa, al no realizar en su Gobierno más cambios de los estrictamente necesarios: perseverar, perseverar, perseverar. Perseverar con los promotores de las políticas más cuestionadas por la ciudadanía, como la reforma laboral o el vaciamiento de la hucha de las pensiones; perseverar con quienes han asfixiado fiscalmente a la ciudadanía y han sido incapaces de controlar las cuentas públicas; perseverar con quienes nos llevaron de cabeza al rescate bancario y han exacerbado los niveles de desigualdad.
Solo han caído quienes no podían continuar, bien por haberse movido cuando el presidente estaba en sus momentos más débiles –caso de José Manuel García-Margallo–, bien por insostenibilidad manifiesta –el abrasado Jorge Fernández Díaz–. A este respecto, el caso del nombramiento como presidente de la Comisión de Peticiones del Congreso, la única que no exigía votación, del ex ministro de la ley mordaza y los espionajes es palmario del respeto que el Parlamento le merece a Mariano Rajoy: ninguno.
De otro, Pablo Iglesias.
Se le nota la ansiedad al líder de Podemos. En gestos como el de inscribir Unidos Podemos en el registro de partidos políticos del Ministerio de Interior. Que se note quien manda. Y hacia donde manda. En hechos como el de querer convertir en cada ocasión el Parlamento en un plató de televisión, o en un circo. Si hay que desairar al jefe del Estado se le desaira. Atrás quedan los tiempos de los regalos. Lo que toca ahora es cuestionar la legitimidad del jefe del Estado, legitimidad que nace curiosamente del mismo lugar que la suya: la Constitución, la norma fundamental de la democracia española, la misma que denuesta.
La cuestión es marcar territorio, ser el más duro entre los duros, el más vociferante entre los vociferantes, epatar por epatar. Si para ello es necesario hablar de cal viva, se habla de cal viva. Si para ello es necesario aplaudir intervenciones nefandas como las de Rufián o Matute, se aplauden. Todo con tal de no hacer lo que hay que hacer cuando se está en una cámara legislativa democrática: proponer medidas concretas, dialogar con los afectados, negociar con las demás fuerzas políticas, acordar y pactar. Es decir, ejercer el rol para el que los ciudadanos te han elegido. Desde luego, no puede decirse que tenga la épica de tomar los cielos por asalto, pero pocas cosas puedan transformar más las vidas de los ciudadanos que una propuesta hecha ley. Pero, para eso, hay que creérselo.
Poco, muy poco respeto democrático.
P.D.: Este lunes se cumplieron 16 años del asesinato a manos de ETA de Ernest Lluch, padre de la Ley General de Sanidad, que puso en pie el sistema de sanidad pública, universal y gratuita, mejor dicho, pagada con el esfuerzo de todos vía presupuesto público. He ahí la épica de la buena política. Y de las buenas personas como Ernest.
José Blanco