Ya conocen la anécdota. Corría el año 1972 cuando durante la cena oficial por el viaje de Richard Nixon a China alguien le pregunta al líder chino Zhou Enlai qué opinaba de la Revolución francesa, a lo que este contesta que era “demasiado pronto” para juzgarla, si bien habían pasado casi dos siglos. Por lo que se ve, todo se debió a un error de interpretación, pues en realidad se le preguntaba por la revolución de mayo del 68, no por la de 1789.
Quizás un error nunca ha tenido más fondo de verdad porque, en efecto, solo la perspectiva del tiempo nos otorga la capacidad de analizar hechos de gran trascendencia histórica. Algo que puede resultar chocante en la era de twitter, en que parece que todo se puede juzgar en 140 caracteres y en menos de una milésima de segundo, con los efectos que todos conocemos.
Pero lo cierto es que los grandes hechos requieren el paso, y el poso, del tiempo para su análisis y asimilación.
Tiempo es, precisamente, lo que el pueblo cubano necesitará para analizar, asimilar y juzgar el impacto de una figura de la talla histórica, casi mítica, de Fidel Castro, de la Revolución cubana, del régimen implantado en la isla a lo largo de las últimas seis décadas, de sus consecuencias en la sociedad y la economía cubanas y en la dinámica vivida en toda América latina a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y ya en este siglo como referente de la Venezuela de Hugo Chávez, la Bolivia de Evo Morales o el Ecuador de Rafael Correa.
Es evidente que Fidel Castro y los líderes de la revolución cubana no cumplieron el compromiso lanzado desde Sierra Maestra para impulsar un régimen basado en la democracia y la libertad, sino que, por el contrario, implantaron un régimen comunista que, junto con algunos logros en materia educativa y sanitaria, traería consigo décadas de represión y vulneración de los derechos humanos, de exilio y persecución de la disidencia. Pero también de ineficiencia y postración económica, en parte derivadas de un durísimo embargo comercial, económico y financiero por parte de Estados Unidos que si a algo ayudó fue a dar una cierta justificación moral a un régimen que muy probablemente no la habría obtenido de otra forma.
Lo cierto es que la muerte de Fidel Castro llega en un momento especialmente significativo para Cuba, en medio de un proceso de deshielo y restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, pero sobre el que no se han cumplido las expectativas generadas tras su anuncio hace casi dos años y sobre el que se ciernen grandes incertidumbres tras la elección de Donald Trump como futuro inquilino de la Casa Blanca y tras la anunciada renuncia al poder de Raúl Castro el año próximo.
Cabe desear, sin embargo, que el análisis riguroso de lo sucedido a lo largo de más de cinco décadas de embargo aporte luz para no hacer descarrilar el proceso iniciado en 2014 y que se vayan dando pasos para que de la mano de las libertades en viajes, comercio o inversiones se vayan abriendo paso las libertades democráticas para el pueblo cubano.
Europa debe acompañar el cambio.
Empezando por la derogación de la Posición Común, una imposición de Aznar muestra de su servilismo hacia Bush hijo y que, al igual que el embargo americano, no logró que el Gobierno de la isla cambiara ni su política de persecución de la disidencia, ni el reconocimiento de partidos políticos, ni la apertura económica. Dejando, de paso, cortocircuitada la influencia de España y Europa en la isla.
Y siguiendo por la aprobación del Acuerdo de diálogo político y cooperación con Cuba negociado por la Alta representante Federica Mogherini, con el que abrir, desde la distancia crítica, nuevas vías para apoyar el proceso de modernización económica y social de la isla y fomentar la democracia y los derechos humanos en un momento en que se dirime el futuro de Cuba.
En cuanto a Fidel Castro, si la historia le absolverá es algo que solo el tiempo, y el pueblo cubano, dirá.
José Blanco