No sabe uno si ese afán que a muchos empuja a dejar, en cuanto descubren un espacio en blanco, aunque sea una torpe muesca o un triste borrón, en realidad es consecuencia de una patología que añora una frustrada notoriedad o responde simplemente a un impulso primitivo que, anclado en lo más profundo del ser, despierta desde la oscura época de las cavernas hasta perpetuarse en nuestros atribulados tiempos.
Los hay, qué duda cabe, que aun padeciendo tan singular atracción hacia el garabato, son capaces de canalizar sus impulsos de una manera más o menos discreta, sin recurrir al bote de pintura con el que embadurnar las paredes ajenas y los muros públicos, limitándose a dibujar en sus libretas figuras geométricas o cenefas inverosímiles durante las cansinas reuniones de trabajo, las interminables clases o incluso, recurriendo a las socorridas servilletas de papel de las cafeterías, en esas esperas prolongadas de quien nunca llega a tiempo. Tal era la afición de cierto miembro del Gobierno que entretenía las tediosas deliberaciones del Consejo de Ministros garabateando lo que podrían ser custodias barrocas o cálices sagrados. También el doctor Oliveira Salazar pasaba las largas horas de despacho, mientras simulaba escuchar al que tenía enfrente, dibujando en los márgenes de las facturas recicladas que solía utilizar para tomar sus minuciosas notas.
Los hay también que aprovechan soportes inesperados, como los billetes de banco
Otros, sin embargo, no resisten la tentación de pintarrajear cualquier superficie que se les presenta, desde los muros recién blanqueados de una humilde morada hasta los mármoles suntuosos de los edificios oficiales, sin desdeñar las paredes de los ascensores, los vagones del metro ni las puertas de los retretes. Estos sujetos, además, no tienen nada que ver con lo que normalmente se entiende como arte callejero, en el que el artista, con la anuencia más o menos explícita de las responsables del espacio utilizado, lo utiliza como soporte para su obra.
Los hay también que aprovechan soportes inesperados, como los billetes de banco, para emborronar determinados signos que tal vez crean símbolos dignos de pasar de mano en mano. Algunos, desesperados quizás ante la falta de receptividad de esa persona amada, escriben mensajes de amor en la primera tapia que encuentran, en el vidrio que protege la parada del autobús o en el escaparate de un modesto comercio. También se da el caso, aunque gracias a Dios no demasiado frecuente, del poeta que se cree maldito y que, desdeñando la pluma y el bloc de notas, desparrama sus poemas por las paredes de media ciudad, provocando que sus lectores, en lugar de soñar con esos versos, maldigan la estupidez de quien con ellos ensucia un espacio común que, en definitiva, a todos pertenece.
Ignacio Vázquez Moliní